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viernes, 29 de marzo de 2013

MANFRED VON RICHTHOFEN, EL BARON ROJO

Nació el 2 de mayo de 1892 en la capital de Silesia, Breslau, ciudad perteneciente a Prusia Oriental entonces y que hoy en día se encuentra en Polonia. Perteneciente a la alta aristocracia, su padre había sido un importante oficial de caballería. Él y su hermano Lothar lograrían la gloria cabalgando pájaros de acero en una guerra cruel.
Ambos soñaban con el honor que todavía podía lograrse en la I Guerra Mundial, quizá la última guerra romántica de la historia, donde los valores caballerescos todavía estaban vivos. En 1909 Manfred se alistó al ejército imperial, y en 1912 ya era teniente del primer regimiento de Ulanos (el mismo contingente en el que combatió su padre).
Cuando estalló la I Guerra Mundial, combatió en la caballería e incluso fue condecorado con la Cruz de Hierro de segunda clase. Pero, ¿qué sentido tenía ya la caballería? La mayor guerra de la historia (hasta ese momento) se caracterizó por una gran mortalidad, cuya causa principal era una curiosa dualidad: armas modernas y tácticas militares antiguas. En las trincheras, los grandes cuadros de infantería avanzaban lentamente ante una ametralladora que a base de ráfagas sesgaba rápidamente la vida de los soldados.
Ante esta situación, la adaptación de las tácticas militares al nuevo armamento era clave. La caballería había dicho adiós a su preeminencia, que había durado siglos. Era el momento de las máquinas, el momento en que el hombre multiplicó su capacidad de matar hasta límites nunca conocidos.
El romanticismo de la guerra había finalizado, los últimos caballeros lucharon y murieron entre 1914 y 1918. Como apunte, durante esta guerra murieron menos del 10% de los rehenes. En la Segunda Guerra Mundial millones de prisioneros fueron ejecutados. El honor fue sustuido por el ansia de matar en muy pocos años.
Ante un horizonte incierto para los jinetes de principios del siglo XX, Manfred vio en la aviación la nueva montura moderna. Los héroes estaban volando por encima de los soldados de infantería, saldando sus combates sobre los cielos como si de justas medievales se tratara. En 1915 pidió su ingreso en la aviación, estrenándose meses después en el frente Oriental en labores de espionaje.
La aviación tenía dos usos básicamente: realizar observaciones sobre las posiciones enemigas en el frente y combatir. Como el futuro Barón Rojo no destacó por su pericia en la academia, fue destinado a fotografiar las posiciones rivales. No era una tarea especialmente agradecida, pero siempre era mejor que combatir en las trincheras, entre el barro y el frío, y la constante exposición a las ametralladores del frente rival.
La vida del héroe dio un giro radical en 1916, cuando coincidió casualmente con Oswald Boecke, máxima autoridad alemana en el campo de la aviación. Éste le convenció para que se uniese a los suyos con un caza Albatros. De esta forma el joven von Richthofen pasaría a pilotar un caza y a enfrentarse por fin a los pilotos franceses e ingleses en Europa occidental. Durante todo ese año Manfred acompañó a Boecke en su escuadrón, siendo su protegido pese a un inicio un tanto irregular que meses después, con la experiencia suficiente, fue sustituida por la brillantez más absoluta.
Pero en octubre falleció Boecke, el máximo exponente de la aviación alemana hasta aquel momento. Tenía en su haber 40 victorias (derribos), y Manfred juró que alcanzaría esa cifra (tenía 10 derribos en ese instante). Alemania necesitaba sustituir a su héroe, necesitaba a un nuevo piloto que arropase con su carisma al resto de sus compañeros. Ese héroe sería Manfred von Richthofen, quien pocos días después de la muerte de su amigo logró derribar al indiscutible monstruo de los cielos inglés, el piloto Lanoe Hawker. El futuro Barón Rojo estaba empezando a ser muy conocido, y su fama se acrecentó en apenas dos meses, cuando recibió la Cruz por el Mérito tras su décimosexto derribo.
En ese instante era el número uno. No porque lo hubiese sido realmente durante toda la guerra, sino porque el resto de grandes pilotos alemanes ya habían fallecido en combate. Le asignaron el mando de la escuadrilla Jasta 11, una de las peores en cuanto a historial se refiere, pero todo cambió con su llegada. Este instante, iniciándose 1917, da lugar al mito. Ahora nace el Barón Rojo, cuando, conocedor de la poca valía de su división, decide pintar de rojo su propio avión. Ahora serán respetados, ahora serán temidos; el Barón Rojo está con ellos. Consigue inculcar ánimo y valor a sus hombres, y su escuadrilla se vuelca con el joven líder alemán.
Manfred era un hombre tímido, callado… pero todo cambiaba cuando tomaba los mandos de su avión. El caza Albatros transformaba a un hombre con sed de aventuras, con un objetivo muy claro: vencer. Se dice que su mirada cambiaba, sus ojos se encendían. El Barón Rojo dominó los cielos europeos durante meses, derrotando a todo aquel que osara interponerse en su camino. Nada ni nadie parecía capaz de detenerle, y supo contagiar a sus compañeros de ese heroísmo que parecía rodearle cuando se alzaba del suelo en busca de nuevas victorias.
La revolución en su escuadrilla fue total. La Jasta 11, compuesta por 14 aviones, se mostró cada vez más letal. Sus enemigos la temían, y ante el halo de heroísmo que empezaba a cubrir no sólo a su líder, sino a toda la escuadra, Gran Bretaña ofreció 5000 libras a quien derribara al Barón. Pero eso no iba a ser sencillo, por supuesto. Todos los pilotos de la Jasta 11, temiendo que los pilotos franceses y británicos fueran a la caza del su ‘Kommandeur’, pintaron sus aviones de color púrpura. El desconcierto era absoluto entre sus enemigos, que caían uno tras otro haciendo más grande si cabe la leyenda del alemán, que apenas contaba con 25 años de edad.
Temido y respetado, el Barón Rojo destacó también por el amable trato que recibieron sus prisioneros. Ninguno de ellos fue maltratado ni vejado. Fue admirado incluso por sus enemigos, hecho que engrandece todavía más su figura. Era un caballero del siglo XX, un héroe a la antigua en un mundo el que cada vez había menos sitio para ellos. En las sucesivas guerras, la barbarie se apoderó del ser humano. La figura del caballero, del honor, de la lealtad… murieron en buena parte con él.
Todavía en los primeros meses de ese año, el Barón decidió realizar una nueva táctica: mandó a todos sus hombres que pintaran sus aviones de distintos colores, todos ellos muy vivos. Nació así el ‘Circo volante’, responsable de decenas de derribos. Al frente de ese circo, el ‘petit rouge, como le habían bautizado los franceses. Ante el éxito sin precedentes de esta escuadrilla, Manfred recibió el mando de la primera ala aérea de la historia, la unión de las Jastas 4, 6, 10 y 11. Esta división aniquiló a sus contrincantes, derribando a 644 aparatos enemigos y sufriendo sólo 56 bajas entre sus cazas.
Pero la desgracia golpeó al temerario Barón el 6 de julio de 1917. Fue tocado por una bala en la cabeza, produciendo una terrible herida de la que, según dicen, jamás llegó a recuperarse hasta su muerte. Aunque se pensó en jubilarlo para dar un héroe vivo a Alemania, éste no quiso. Su única voluntad, su gran compromiso, era seguir combatiendo junto a sus compañeros. Ahora que Estados Unidos había entrado en la guerra y un sinfín de nuevos pilotos y aviones engrosaban las filas del enemigo, él era más necesario que nunca. En el momento de ser herido, alcanzó la cifra de 60 derribos, todo un hito en la historia de la aviación.
El Barón Rojo se sobrepuso a su herida, y continuó combatiendo con el mayor arrojo posible. En junio de 1917 recibiría el mítico Fokker triplano, un nuevo modelo de avión que maravilló al Barón, que combatió con él logrando 20 derribos más, hasta la tremenda cifra de 80 en menos de dos años. Su último triunfo se produjo el 20 de abril de 1917. Al día siguiente sería derribado.
Ese día el capitán canadiense Roy Brown logró ametrallarlo con su aparato, mientras la artillería antiaérea australiana hacia lo propio desde el suelo. El brillo de su rojo avión resultó fatal para el Barón, demasiado visible para sus enemigos. De esta forma finalizó su último vuelo, cayendo en suelo enemigo con una bala en el corazón.
En el lugar exacto donde cayó derribado, Manfred von Richthofen fue enterrado con todos los honores de héroe que merecía.
Una hélice fue cortada y pulida para ejercer de cruz en su tumba, la mejor forma de señalar la estrecha relación entre héroe y aparato.
 Su epitafio es una clara prueba del enorme respeto que despertó en sus rivales: ”Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz”. Su trágica muerte sólo ayudó a engrandecer más si cabe la historia de un joven, valiente y temerario a partes iguales, que dejó su nombre escrito en fuego en la historia de la aviación. Ese joven siempre será recordado; la leyenda del Barón Rojo es inmortal en el recuerdo de millones de personas. Nunca se olvidará la leyenda de Manfred von Richthofen, amo de las nubes, señor del viento.

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