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sábado, 6 de abril de 2013

LAS MUJERES DE ENRIQUE VIII : CATALINA DE ARAGON

Catalina cuando solo tenia catorce años accedió al trono inglés, después de la muerte de su hermano que era el primogénito y de su padre. Detrás de su matrimonio con Enrique VIII se convertiría en la primera reina de la serie: la española.
Catalina de Aragón fue la última hija de los Reyes Católicos. Su nacimiento fue recibido con inmensa alegría por los reyes (sobre todo por Isabel, cuyas otras hijas se hallaban alejadas de los compromisos dinásticos). La rubia y rosada infantina había nacido en un suntuoso dormitorio del Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares, magníficamente decorado, con sus muros tapizados y ornados con bellas pinturas y suntuosas colgaduras de terciopelo. Catalina había sido bautizada en la Colegiata de esa ciudad, por el ilustre Cardenal Pedro González de Mendoza.
Sus padres, luego de la toma de Granada, se habían alojado en el palacio árabe de Alcázar (una construcción maravillosa con jardines y fuentes de gran esplendor). En ese lugar vivió la mayor parte de su infancia. Fue educada por su madre, se caracterizaba por tener una inteligencia notable y fuerte carácter, que pronto se conjugarían con una figura y una prestancia dignas de una princesa. Esta niña cada vez mostraba más parecido con su madre, la reina Isabel.
Catalina como toda hija de reyes, era una pieza clave en los acuerdos matrimoniales que establecerían sus padres, según la conveniencia política para el reino.
En este sentido, Enrique VII, rey de Inglaterra y primero de la dinastía de los Tudor, para protegerse de los avances de Francia y asegurar su poder real –discutido por otros pretendientes al trono–, propuso a los reyes de Castilla una alianza de protección mutua contra el enemigo común. El acuerdo establecía a la quinta hija de los reyes castellanos, la pequeña Catalina (de tres años de edad) como posible prometida de Arturo (de sólo dos años) heredero de la corona inglesa, conjuntamente con la posibilidad de celebrar nupcias cuando ambos estuvieran en edad de hacerlo.
De esta manera, la pequeña fue presentada a los embajadores ataviada con un diminuto vestido de brocado bordado en oro y ornado con gemas. Sin embargo, aunque Fernando e Isabel accedieron al compromiso, le pusieron tan alto precio (puesto que su reino era muy superior al de Enrique) que el mantenimiento del pacto peligró. Finalmente se acordó que la dote de Catalina no sería muy elevada y si el príncipe consorte moría después de la boda, su esposa debía heredar un tercio de las recaudaciones de los condados de Chester Cornwall y Gales, lo que la convertiría en una princesa de gran fortuna.
A medida que Catalina fue creciendo, también fueron acrecentándose los intentos del rey por consolidar esta alianza, llegando a ofrecerse él mismo como futuro esposo (propuesta que Isabel rotundamente rechazó). Sin embargo, el Papa Alejandro VI ante los ataques franceses contra la sede apostólica, pidió ayuda a los monarcas españoles –a los que habia entregado el titulo de Reyes Católicos–. Ante este requerimiento, los reyes consideraron crucial contar con el apoyo del rey inglés y para obtenerlo cedieron a la boda pactada.
De esta forma, en 1497 el largamente discutido acuerdo matrimonial entre Catalina de Aragón y Arturo Tudor fue finalmente firmado y confirmado por una ceremonia matrimonial celebrada en Inglaterra. 
Superando los numerosos obstáculos que la reina Isabel sostenía a pesar de los acuerdos sellados, en 1501, a la edad de 15 años, Catalina debió ser enviada a Inglaterra donde Arturo (rubio y espigado príncipe) con tan sólo catorce años la estaba esperaba.
Catalina fue recibida en un primer momento con cierta sorpresa por el pueblo de Inglaterra. Se estima que su apariencia se asemejaba a la de una verdadera inglesa, quizás debido a su herencia física de su bisabuela Catalina de Lancaster. Al poco tiempo fue aclamada con entusiasmo. La aceptación del príncipe fue inmediata, sentimiento también compartido por la joven Catalina, quien pareció también sentirse complacida con su esposo.
En este sentido, a través del embajador español, Arturo envió un mensaje a los reyes católicos, expresando “que nunca había sentido mayor alegría en la vida que cuando contempló el dulce rostro de su esposa”. Y añadió que “ninguna mujer en el mundo podría resultarle más agradable”.
Incluso, hasta el mismísimo Sir Tomás Moro, el autor de la famosa “Utopía”, que se burlaba irónicamente de los españoles que formaban el séquito de la princesa, quedó impresionado ante la imagen de ésta: “Ah, pero la dama! Creed en mi palabra, encantó el corazón de todos,... posee todas las cualidades que constituyen la belleza de una jovencita encantadora. En todas partes recibe las mayores alabanzas...”
Sin embargo, esta felicidad no duraría. A los pocos meses de su matrimonio, una peste que asolaba la región atacó a ambos cónyuge: Catalina, fuerte y sana, se sobrepuso a la enfermedad, pero el débil Arturo no sobrevivió. Catalina a los 16 años se convirtió en viuda.
El debate en torno a este hecho fortuito, se establece en torno al dolor que la joven esposa transitaba ante la pérdida repentina de Arturo, que tenía hacia ella los más tiernos sentimientos, según lo expresara repetidamente. Sumado a que, retenida en la opaca corte inglesa, permanecía sin la fortuna prometida ni la devolución de su dote, quedando en triste soledad.
Enrique VII, a los fines de retenerla casi como rehén y no devolverle su dote, logró comprometerla con su otro hijo, llamado como él, Enrique, cuando contaba con sólo 11 años. Al respecto, se tramitó ante la Sede Papal una dispensa por causa del parentesco o una posible anulación del matrimonio con Arturo, pretextando que no se había consumado.
Luego de la muerte del Rey Enrique VII, su hijo tomo posesión del trono en 1509, con el nombre de Enrique VIII. A su vez, una vez obtenida la dispensa papal, Enrique, de 18 años y Catalina de 23, se unieron en matrimonio. La unión parecía ser un éxito: Enrique era un rubio y esbelto mozo del que Catalina poco tardó en enamorarse, y ella era una hermosa, culta y excelente esposa, que podría colmar todas las aspiraciones del joven soberano y que, para más, lo amaba aunque no era plenamente correspondida. Catalina, era una reina querida por el pueblo y respetada por la corte dadas sus excelentes cualidades.
Sin embargo, una sombra funesta oscureció la vida conyugal de estos reyes. A pesar de que el rey deseaba un heredero varón (con el objetivo de consolidar su trono y la dinastía Tudor), no logró obtenerlo. En seis ocasiones durante los 18 años que duró el matrimonio, solo sobrevivió una niña, a la que llamaron María, futura reina de Inglaterra y de España.
El rey llegó a considerar esta falta de descendencia masculina como un castigo divino, pensando en un posible divorcio. Los deseos de separarse de Catalina, eran motivados por la presencia de una bella joven, Ana Bolena, hermana menor de una de sus amantes, que había cautivado a Enrique.
Entonces reclamó ante las autoridades eclesiásticas, alegando que la dispensa obtenida para su unión con Catalina era inválida. Aduciendo que “ni un Papa puede conceder dispensas contrarias a las disposiciones expresas de las Sagradas Escrituras” basándose en el principio religioso que establecía: "No debes descubrir la desnudez de la mujer de tu hermano”. A tal efecto pidió al Papa Clemente VIl la anulación de su matrimonio. Pero el Papa, que no quería ofender a los Reyes Católicos, negó conceder esa anulación mientras Catalina no accediera a ella.
Con el devenir de los acontecimientos, la reina repudiada se erigió en toda su dignidad de soberana para hacer respetar sus derechos y los de su hija. Con su resistencia demostró la fortaleza de su carácter. En este sentido, Catalina no cedió a ninguno de los medios a los que se recurrió para hacerla ceder: se la alejó del palacio real, haciéndola aposentarse en lóbregas residencias; se la amenazó con un juicio y con una sentencia por traición. A todo opuso su firme convicción de que prefería la muerte a la deshonra, y de que su destino y el de su hija estaban en manos de Dios. Su intransigente actitud provocaría la ruptura de Inglaterra con el Papado y la creación de la iglesia Anglicana.
Tras años de sufrimiento, murió en esas tierras que le fueron tan inhóspitas, y en las que sería enterrada, pero dejando constancia, hasta el momento final, de que ella era la única y verdadera reina de ese país, y su hija, por tanto, la real heredera, Se dice que en las oraciones que musitara en su lecho de muerte expresaba; “Dios mío, perdónalo tú a Enrique, porque yo no puedo”. Shakespeare diría de ella: “Reina de todas las reinas y modelo de majestad femenina!"

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