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martes, 29 de enero de 2013
LA HISTORIA DEL TOMATE
Durante siglos fue considerado de origen mexicano. La importancia, presencia y variedad de tomates en el México precolombino está ampliamente documentada. Desde los tiempos del imperio azteca la lengua náhuatl registra varias denominaciones para distintas variedades del fruto. Su nombre español deriva directamente del término náhuatl tómatl, apócope de xictomatl, que algunos traducen por “agua gorda” y otros como “fruto con ombligo”. La variedad más extendida en el mundo es el rojo, de buen tamaño, dulzón y con piel lisa. Su nombre puede generar confusión en los hispoanoablantes: en España y casi toda Latinoamérica se denomina tomate al ejemplar rojo, mientras que buena parte de México a ese le llama jitomate, conservando el nombre tomate o tomatillo para la muy preferida variedad verde, que presenta cáscara y sabor agrio, que junto al chile es un principio de sabor ubicuo en esa cocina.
Estudios botánicos del siglo XX detectaron que el tomate no era un producto natural de México, sino de la región andina. La distribución del género Lycopersicon se extiende del norte de Chile al sur de Colombia y de la costa occidental del Pacífico (incluidas las islas Galápagos), a las laderas orientales de Los Andes. En esta zona se encuentran las variedades silvestres que dieron lugar a los tomates que desde México fueron llevadas a Europa y desde allí conquistaron el mundo. El género se esparció gradualmente a lo largo de Sudamérica y continúo su viaje hasta América Central. Ahora, si bien la planta su originó en tierras sudamericanas, fue domesticado y desarrollado por las culturas mesoamericanas. El consumo de tomates en la zona andina fue desconocido o a lo sumo incidental. De hecho, ninguna lengua sudamericana tiene un nombre propio para designar al tomate, ni se han hallado restos en ningún yacimiento de la zona andina, ni existe representación alguna de la planta en el arte cerámico y textil precolombino de la región.
Sin embargo, es significativo también que el tomate sea el gran ausente en los yacimientos arqueológicos mesoamericanos. Los expertos interpretan que la domesticación y adopción del tomate en México es tardía, aunque al momento de la conquista el tomate está ampliamente integrado y difundido en el imperio azteca, donde se cultiva, comercializa en mercados y consume en diversas formas. La gran certeza es que el tomate tuvo su origen en el Nuevo Mundo y cuando llegó a Europa ya había alcanzado una fase avanzada de domesticación en México precolombino.
La historia moderna del tomate comienza en Europa, aunque demoró siglos en convertirse en la estrella de la cocina mediterránea. Al llegar al viejo continente no pasó la primera revisión médica. Pier Andrea Mattioli, del jardín botánico de Padua, descubrió que pertenecía a la familia de las solanáceas. Los europeos temían a otros miembros tóxicos de este grupo, como la mandrágora, planta alucinógena de uso ritual entre los brujos de la Edad Media. Pero los tomates actuales se parecen lejanamente al que ilustró Mattioli en su herbario de 1554, donde describió un fruto pequeño, arrugado, duro, poco apetecible
Durante siglos, el tomate fue depositario de toda clase de propiedades, menos que era bueno para salud y útil en la cocina. Las denominaciones que tiene el tomate en algunas lenguas europeas ilustran sobre las supersticiones que provocó este exótico producto del Nuevo Mundo en las mentalidades del Viejo. En Francia se creía que era afrodisíaco, por lo que se denominó pomme d’ amour, manzana de amor. En Alemania, por eso de que era una solanácea que causaba demencia, se conoció bajo el nombre de tollapfel, manzana loca. En Italia también se lo vinculó al estímulo amoroso y fue llamado poma amoris, pero más extendidamente pomodoro, es decir, manzana de oro. Este último nombre no es del todo antojadizo, el ancestro del actual tomate era un fruto amarillo. Durante centurias las tomateras prosperaron en los jardines de las casas sin interesar a cocineros ni mercaderes, mucho menos a dietistas. Debemos el mejoramiento del tomate a las preocupadas manos de los jardineros italianos que lo convirtieron en ese fruto rojo, terso, grande y elegante que hoy reina en ensaladas, salsas, sopas, guisos y tantas otras preparaciones. Una vez provisto de este nuevo aspecto, el tomate estaba listo para revolucionar el mundo alimentario con su color y frescura.
Su atractivo color rojo y su enorme versatilidad industrial cimentaron su éxito moderno. Durante la Edad Media, los cocineros apelaban a toda clase de artimañas para darle color a sus platos más bien pálidos. El azafrán y yema de huevo les permitía obtener toques dorados; las espinacas, el perejil y otras hojas agregaban algún verde. Pero no se disponía de ningún producto con cualidades gustativas que permitiera obtener un rojo respetable. La madera de sándalo o la raíz de la alheña enrojecían tenuemente algunos platillos, aunque los resultados eran más bien discretos para la vista y nada significativos para el paladar. El tomate (junto a su viejo paisano el chile, desarrollado también en Europa hacia el morrón grande y dulce, base del pimentón) encabezó una revolución roja, que cambió definitivamente el aspecto de la cocina moderna. La pizza, la pasta, el gazpacho, las ensaladas y las salsas cambiaron definitivamente su aspecto –y atractivo- cuando el tomate aportó su seducción escarlata.La consagración definitiva del tomate se debió al auge de la industria conservera, primero en Nápoles, que sigue siendo uno de los principales centros de producción y exportación de tomates envasados, pero luego y sobre todo en Estados Unidos, centro mundial de la comida industrializada. En territorio americano, su continente natal, el tomate libraría una última y absurda batalla jurídica.
En el siglo XIX, también en Estados Unidos las tomateras habían medrado en los jardines domésticos. Para la Guerra de Secesión, ya eran bastante populares entre la soldadesca de extracción rural, aunque 30 años antes aún había quienes los consideraban tóxicos. En 1883 el gobierno de Estados Unidos promulga un impuesto a la importación de verduras, pero no de frutas. Esta ley gravaba – erróneamente- al tomate, que es un fruta tanto como una manzana o un durazno. Tuvo lugar entonces un famoso juicio que dejó sentada una insólita jurisprudencia, que aún hoy se estudia en las escuelas de derecho en Estados Unidos. La célebre contienda se conoce como el caso Nix vs. Hedden y enfrentó a los importadores Nix con el aduanero de Nueva York Edward Hedden, quien entendió que el tomate debía pagar tributos, por ser una hortaliza. Tras extensos debates, la Suprema Corte de Estados Unidos falló en 1893 que, si bien botánicamente el tomate es una fruta, puesto que es el ovario maduro de una planta, no lo es desde el punto de vista del consumidor que lo come en ensaladas junto a la lechuga, lo hace sopa como al apio o lo guisa como a la papa, y nunca lo come de postre como hace con las manzanas.
En Uruguay, pese a ser un territorio cercano a la tierra de origen del género Lycopersicon, el tomate ingresó a la dieta de sus habitantes al influjo de los inmigrantes mediterráneos que llegaron a fines del siglo XIX y especialmente por medio de platos italianos como la pasta y la pizza y no tanto a través de tradiciones ibéricas (ni el gazpacho, ni el pa amb tomaquet son platos de tradición en el país). En Uruguay se lo consume básicamente en salsas, sofritos y ensaladas, tanto fresco como en sus versiones industriales, en especial en puré envasado, pero también en sopas deshidratadas y en la cada vez más extendido katchup. Los inmigrantes italianos también trajeron la tradición de cultivarlo en los jardines para el consumo familiar, aunque la costumbre se ha ido paulatinamente perdiendo a manos de la prisa de la vida moderna. Aún sigue vigente, sin embargo, el curioso refrán de cuño quintero de “agarró para el lado de los tomates”, en el que todavía quedan rastros de su antigua fama lujuriosa.
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