Toda historia tiene un comienzo. Ésta tiene dos.
El primero arranca con el llanto de un bebé llamado Henrietta el 1 de agosto de 1920 en Roanoke, Virginia (EEUU). Por uno de esos tortuosos vericuetos que siguen las cosas, la peripecia de esa niña iba a ser la de un exultante triunfo sobre la enfermedad de millones de personas a costa de un amargo sacrificio involuntario.
Un relato de luces y sombras donde las categorías éticas se confunden; una singular paradoja por la que una mujer cuya contribución fue decisiva para el progreso de la medicina jamás recibirá el premio Nobel.
El segundo comienzo se sitúa 31 años más tarde, en el hospital Johns Hopkins de Baltimore, donde un joven residente de ginecología entregaba una muestra de tejido humano a George Gey, un investigador obsesionado con el objetivo de arrancarle a la naturaleza una cura contra el cáncer que él imaginaba agazapada en algún rincón de las células malignas a las que mimaba en su laboratorio.
El protagonista de este segundo capítulo no iba a ser el médico, ni Gey, sino el tercer personaje en escena: el silencioso tejido guardado en el envase. No parece probable que George y Henrietta llegasen a conocerse personalmente. No frecuentaban los mismos círculos. Él era un científico blanco en un hospital de prestigio, donde fundó con la ayuda de su mujer el Laboratorio de Cultivos Celulares. Ella fue una niña negra del viejo sur confederado, criada en los mismos campos de tabaco que sus antepasados habían labrado en régimen de esclavitud.
Tras la abolición, familias como la suya heredaron dos bienes: un retazo de tierra al que arrancarle el fruto de su libertad y un apellido, el de su antiguo amo, que les enganchaba al censo como americanos de pleno derecho.
Henrietta tuvo tantos hermanos que ni en el censo salen las cuentas. Puede ser que su madre muriera de parto y que su padre, casi cincuentón, tomara por nueva esposa a una niña que balbuceaba su primera adolescencia.
Al llegarle la edad, Henrietta se casó con David Lacks, un chico de Clover, Virginia. Vinieron cinco hijos y la necesidad de que los brazos de David exprimieran algo más que el escaso jugo de la tierra. El futuro estaba en la industria de Baltimore, y la familia se trasladó a Turners Station, una comunidad afroamericana, como llaman ahora a los guetos.
Atrás quedaba un pedazo de tierra al que volver en Lackstown, la heredad de Virginia, y delante se abría el futuro próspero de los astilleros de Sparrow's Point, donde los Lacks conquistaron una magra prosperidad con la que reclamar su estrella en la bandera. Todo estaba bien. Hasta que dejó de estarlo. Una mañana, Henrietta despertó del sueño americano con una mancha de sangre en su ropa interior.
El 1 de febrero de 1951, ingresó en el ala para negros del Johns Hopkins y unos días más tarde, le diagnosticaron un cáncer de cuello de útero. El tumor era tan maligno que su progreso les cortaba a los médicos la respiración y a Henrietta, la vida en ocho meses. Con 31 años de edad y cinco hijos, tres de ellos aún con pañales, Henrietta moría en el hospital el 4 de octubre.
Ese mismo día, un triunfal George Gey saludaba a la nación desde una emisora de televisión anunciando que al fin, después de tres décadas de trabajo, había logrado sitiar y encarcelar a su enemigo acérrimo: el cáncer.
Por primera vez en la historia, se había conseguido mantener en cultivo continuo un tejido tumoral humano, la primera línea celular inmortal. Blandiendo un vial de sus células ante la cámara, Gey pronunció el nombre con el que había bautizado a su diminuta bestia: células HeLa. Veinte años después, los nombres HeLa y Henrietta Lacks volvieron a unirse. Fue en un artículo aparecido en 1971, donde se revelaba el origen de las células junto a una fotografía de su fuente humana. Desde entonces, los científicos que cultivaban el legado biológico de Henrietta pudieron poner cara a sus células. Pero los Lacks continuaban ajenos a ello.
La historia de Henrietta ha sido extensamente estudiada por la escritora estadounidense Rebecca Skloot, que publico un libro titulado La vida inmortal de Henrietta Lacks. "Escuché por primera vez hablar de Henrietta y las células HeLa cuando tenía 16 años, en una charla sobre biología. Quedé obsesionada con esta historia y no he parado desde entonces", explica Skloot. La autora relata que el conocimiento de la segunda vida de Henrietta llegó a la familia en una cena casual entre amigos.
Bárbara, esposa del hijo mayor de Henrietta, cenaba con su amiga Jasmine, la hermana de ésta y su marido Jackson, un joven científico. Al escuchar el apellido Lacks, Jackson comentó la curiosa relación de aquel nombre con una de sus herramientas de trabajo. En apenas unos minutos, los cabos quedaron atados y en sólo unas horas, la noticia voló hasta el último de los Lacks vivos.
David, el marido de Henrietta, recordó entonces que a regañadientes había consentido a los médicos que tomaran alguna muestra de su mujer para estudiar si el cáncer podía afectar a otros miembros de su familia. Pero nunca imaginó que una parte de su esposa estuviera creciendo casi en cada laboratorio de biología celular del mundo, ni que aquello hubiera generado una nueva área de negocio en el que la familia fundadora no participaba.
Si la historia terminase aquí, George Gey tal vez interpretaría el papel de supervillano. Pero no fue así. Durante años, había entregado su vida, su trabajo y su dinero al convencimiento de que su enemigo era asequible. Una vez establecida la línea HeLa, se concentró en investigar los mecanismos del cáncer sin atender a su prestigio ni a su ganancia. Rehuía la fama en favor de su único objetivo y por ello no detenía sus experimentos para solicitar patentes ni para publicar sus resultados. Cubrió el mundo de células HeLa, viajando con los bolsillos llenos de viales y distribuyendo gratuitamente muestras a todo aquel que las solicitase.
Acogió en su laboratorio y en su casa a decenas de científicos que llegaban de todos los rincones para copiar sus técnicas. Recaudó millones de dólares de famosos benefactores, como Walt Disney, para donarlos a la lucha contra el cáncer. Fundó asociaciones científicas y bancos de tejidos. Y por fin, en 1970, cuando el enemigo le comió desde dentro, tuvo tiempo de derivar una línea celular de su propio cáncer de páncreas antes de morir.
El trabajo de Gey revolucionó el mundo de la biomedicina. Equipos de todo el planeta desentrañan los procesos cancerosos gracias a las células de Henrietta. Jonas Salk y sus colaboradores lograron por primera vez hacer crecer el virus de la poliomielitis en las prolíficas HeLa, lo que permitió desarrollar un test de diagnóstico y la vacuna que ha salvado de esta lacra a millones de niños.
Las HeLa han estado presentes como sufridas cobayas en ensayos atómicos y en los primeros vuelos al espacio. Hoy, no hay un banco de tejidos donde no se almacenen viales congelados con la inscripción HeLa o un laboratorio de cultivos donde la herencia inmortal de Henrietta no ocupe algún frasco en el incubador. Quien no las emplea para estudiar el cáncer o la fisiología celular, las utiliza como línea de control por su facilidad de cultivo y su docilidad de manejo.La docilidad que esconde una increíble furia proliferativa. Las células crecen con una robustez espectacular, doblando su número cada 24 horas, y tal es su éxito, que sobrecrecen a cualquier competidor en el medio.
Por la misma época en que los Lacks supieron de la extraña reencarnación de Henrietta, un investigador llamado Walter Nelson-Rees hizo público un estudio desolador para la comunidad científica: a lo largo de los años, alguna descuidada contaminación esporádica entre frascos de cultivo había mezclado las HeLa con otras líneas celulares de aparición posterior, pero siempre más débiles.
Con el tiempo, las HeLa habían arrasado y muchos científicos habían publicado sus resultados con células de cáncer de próstata o mama ignorando que durante años habían cultivado, sin saberlo, células HeLa.
Tal es el éxito de las HeLa, que incluso un biólogo evolucionista llamado Leigh Van Valen propuso que fueran aceptadas como una nueva especie: Helacyton gartleri. Para defender su postura, se basaba en que las células presentan un cariotipo estable de 82 cromosomas, frente a los 46 humanos, y un genoma quimérico que fusiona el humano con el del virus del papiloma 18, el causante de la enfermedad de Henrietta.
Aunque rompedora, la propuesta de Van Valen no ha encontrado excesivo predicamento, como refleja la opinión de Annie Machordom, especialista en sistemática de especies del Museo Nacional de Ciencias Naturales (del CSIC): "Como creación de polémica, es interesante, pero de ninguna manera se puede considerar que un tumor sea un proceso evolutivo".
En el tiempo necesario para leer estos párrafos, las HeLa han continuado creciendo por millones en incubadores de todo el mundo, silenciosas, sin que Henrietta Lacks reciba más visibles homenajes que el que anualmente celebra su comunidad local o el que pueda aportar algún recuerdo en la prensa. El final de su historia se cerró en 1951, con sus restos enterrados en una tumba en Lackstown, Virginia. Y aunque una historia con dos comienzos debería tener dos finales, es posible que el segundo no llegue nunca.
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