Fue un hombre que marcó su tiempo y los que le sucedieron, pero cuya vida privada fue siempre oscura y recatada. Místico e incorruptible, fue el causante de la muerte de miles de seres humanos y de la tortura de muchos más. Creó la máquina de represión religiosa y política más eficaz de la historia: la Inquisición española. Su legado de intolerancia y fanatismo ha llegado macabramente vivo hasta el siglo XX.
Si alguien se animara alguna vez a escribir la crónica criminal de las buenas intenciones, sin lugar a dudas la figura del vallisoletano Tomás de Torquemada ocuparía en ella un lugar central. Pocas veces la virtud ha causado tanto sufrimiento al aliarse con la intolerancia. Sin embargo, y como sucede siempre, para que un fanático virtuoso despliegue todo su potencial dañino es necesario que reciba el impulso y la aquiescencia de los poderosos: necesita de un marco político en el que sus instintos purificadores y violentos sean de utilidad pública. Ésa es la razón que explica por qué la figura de fray Tomás de Torquemada sólo alcanzó una dimensión pública en España cuando contaba 62 años de edad.
Tomás de Torquemada había nacido en el seno de una noble familia castellana en el año de 1420. Los reinos de la península Ibérica conocieron durante aquellos años una agitación sin precedentes que estuvo marcada por tres grandes acontecimientos: la disputa con Portugal por la corona del reino de Castilla, la histeria colectiva antijudía y la consolidación del proyecto político de alianza de los reinos de Castilla y Aragón desarrollado por los Reyes Católicos. Sin la confluencia de esos acontecimientos, quizá la vida de Torquemada hubiera seguido siendo simplemente la de un religioso más. Pero no fue así.
Tomás de Torquemada ingresó joven en la Iglesia como miembro de la orden de los dominicos, en el convento de San Pablo, en Valladolid. Y en las oscuras soledades de la vida de monje desarrolló su carrera eclesiástica. Por fin, mediada la década de los 70, fue nombrado prior del convento de Santa Cruz, en Segovia.
El historiador Houillon describe a Torquemada como "un hombre místico, despegado de las contingencias de este mundo, muy estricto tanto consigo como con los demás, e incorruptible". Sin embargo, su nombramiento de prior demostró que había una tentación contra la que no sabía resistirse: la del poder. Un poder que le permitiera llevar a cabo las aspiraciones de su fanatismo religioso.
Desde el año 1474, la ciudad de Segovia se había convertido en una pieza clave del reino de Castilla. Entonces, la princesa Isabel se había hecho coronar reina de Castilla al amparo del gobernador del alcázar de la villa, don Andrés de Cabrera. Segovia era el bastión político de Isabel la Católica y por ello no tuvo nada de raro que el nuevo prior del convento de Santa Cruz se convirtiera pronto en confesor del secretario y tesorero de la reina, don Hernán Núñez de Arnalt.
Pero si Segovia fue la ocasión, el fanatismo religioso de Torquemada venía de antes. Tomás no era el primer miembro de su familia que sentía la llamada religiosa. Su tío, Juan de Torquemada, era cardenal, pero su origen era judío converso. La constante presión que sufría la comunidad judía había acabado acarreando la conversión al cristianismo de casi la mitad de los 400.000 judíos que habitaban en España. Ese parentesco con conversos espoleó la obsesión del joven Tomás por lograr la pureza religiosa.
Ciertamente, muchos de los judíos conversos debían su nueva religión al miedo más que a la fe y su cristianismo era poco ortodoxo cuando no claramente fingido. Por otra parte, la envidia y la codicia de muchos cristianos viejos les animaba a buscar cualquier defecto en los nuevos cristianos y a seguir hostigando a los judíos que aún no se habían convertido.
Para ello, obtuvieron del papa Sixto IV la bula para crear una nueva Inquisición, a imitación de las que ya se habían autorizado antes, a fin de perseguir las conductas heréticas de los judíos conversos. De ese modo, los judíos pasaron a sufrir una doble presión. Los convertidos corrían el riesgo de caer en manos de la Inquisición y los que seguían siendo judíos sufrían las violencias de los cristianos viejos.
En 1482 se puso en marcha la Inquisición española, pese a los esfuerzos en contra del anterior confesor de la reina, fray Hernando de Talavera, y Tomás de Torquemada fue nombrado inquisidor general. Tomás de Torquemada pasó a ser también el nuevo confesor de la reina que, según el cronista Juan de la Cruz, le escogió porque "fue informada de su prudencia, rectitud y santidad". Ese nuevo cargo hizo que la opinión de Torquemada pesara decisivamente sobre la reina. Torquemada fue una de las pocas personas que se atrevió a amonestar a los Reyes Católicos. No tuvo empacho en forzar a la reina a atender asuntos que él juzgaba de importancia incluso cuando estaba ésta en trance de parir y, enterado en otra ocasión de las ofertas económicas que hacían los conversos para evitar su persecución, se presentó ante los reyes con un crucifijo y les espetó: "Señores, aquí traigo a Jesucristo, a quien Judas vendió por 30 dineros y le entregó a sus perseguidores; si os parece bien, vendedle vosotros por más precio y entregadle a sus enemigos, que yo me descargo de este oficio; vosotros daréis a Dios cuentas de vuestro contrato". Y dejándoles el crucifijo abandonó el palacio.
La misión, pues, que los reyes encargaron a un hombre tan riguroso como Torquemada era la de definir los objetivos y organizar los métodos de la nueva Inquisición. Fue Torquemada quien convenció a los Reyes Católicos de la conveniencia de que la nueva Inquisición dependiera solamente de la Corona y no del Papa.
Auspiciados por Torquemada, que desoía las críticas que se vertían contra sus métodos, el Santo Oficio se llenó de siniestros personajes como Alonso de Espina, que también era de origen converso. Otro converso extremista, Alonso de Cartagena, no dudó en escribir: "Si algún cristiano nuevo hay que mal use, yo seré el primero que traeré la leña en que lo quemen y daré el fuego". Para el historiador Joseph Pérez, "el antijudaísmo militante de algunos conversos se debía a su deseo de distinguirse de los falsos cristianos mediante la severa denuncia de sus errores"
La opinión de Torquemada fue decisiva a la hora de animar a los Reyes Católicos a decretar la expulsión de los judíos no convertidos, tras la conquista de Granada en 1492. En 1494, cuando cayó enfermo, cuatro obispos vinieron a ayudarle en sus tareas inquisitoriales. Dos años después se retiró al convento de Santo Tomás de Ávila que él mismo había fundado, y aún tuvo energías para convocar de nuevo a los inquisidores y redactar nuevas instrucciones de funcionamiento. A su muerte, el 16 de septiembre de 1498, le sucedió en el cargo de inquisidor general fray Diego de Deza, pero la Inquisición ya estaba consolidada. Durante los 18 años primeros costó la vida a 2.000 personas que fueron quemadas en la hoguera (según las cifras más moderadas) y otras 25.000 fueron procesadas. Hasta su abolición, en el año 1834, marcó trágicamente la vida española con un sello de intolerancia, e introdujo en la modernidad una mentalidad, denominada inquisitorial, que habría de sobrevivirle hasta el siglo XX.
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