Teodora de Bizancio fue una de las mujeres más extraordinarias y enigmáticas de la historia. Su determinación fue tan arrasadora que cumplió con todo aquello que se propuso. En palabras de un historiógrafo aficionado, Teodora fue la mejor prostituta que el mundo haya visto y la emperatriz más justa y prudente que los sabios hayan consignado.
Teodora, hija de Acacio, nació en la costa asiática de Turquía en el siglo VI d.C. Su familia marchó a Constantinopla, centro de la erudición y la opulencia, cuando aún era una niña. Su padre murió rápidamente a causa de un accidente, y su madre, imposibilitada por la ley a contraer nuevas nupcias, cayó en una profunda depresión a medida que la familia se hundía en el desamparo y la indigencia.
Prácticamente abandonada, Teodora pasó sus días vagando por los lóbregos salones subterráneos del Hipódromo, sitio en donde se organizaban carreras hípicas y luchas de gladiadores. Allí conoció algunas abominaciones de la carne y la lujuria extrema, multiplicadas por la desigualdad social entre clientes y prostitutas. Pronto supo que para sobrevivir en un ambiente tan hostil tendría que desarrollar una especie de doble escénico, un personaje, si se quiere, capaz de sobrellevar los insólitos favores carnales solicitados por ricos y mercaderes sin perder la cordura.
Entonces llegó el teatro, los escenarios, las representaciones escandalosas de una niña que recién ingresaba en la pubertad. Se dice que era una pésima actriz, y que ni siquiera disimulaba su disgusto por los textos que le asignaban. Sin embargo, sus obras eran las más concurridas, ya que Teodora poseía un magnetismo absoluto sobre los demás en especial, sobre los hombres.
Ya en la adolescencia Teodora abandonó los clásicos. Comenzó a contar historias obscenas, a ejecutar contorsiones impúdicas cubierta por vestidos que revelaban más de lo que sugerían. Su ambición creció, al mismo tiempo que su público, que ante cada función aumentaba en número y excitación por las maravillosas acrobacias de la joven.
No obstante, nada preparó a su fiel audiencia para el último número de Teodora.La muchacha subió al escenario casi desnuda. Se dejó caer sobre las tablas con las piernas abiertas y la mirada abstraída en el cielo. El público, asombrado por su entrada poco ortodoxa, murmuró por lo bajo, seguros de que sucedería algo extraordinario. De repente, un grupo de esclavos subió al escenario llevando sacos con granos y semillas, y los vertieron sobre el cuerpo inmóvil de Teodora. Sus pechos, sus piernas, su sexo; todo su cuerpo fue cubierto por la cebada y el trigo. Acto seguido, una bandada de gansos furiosamente entusiasmados se arrojó sobre el cuerpo exánime de la joven, devorando los granos y lacerando la carne trémula de Teodora con sus picos famélicos. Entonces comenzaron las convulciones, los estremecimientos, los gemidos de placer y dolor que sacudieron a todo el auditorio .
Tras el éxito de aquella función, magnificada por el boca a boca, la flexible Teodora, con solo dieciséis años, se convirtió en la prostituta mejor paga y alabada de Constantinopla.
Pronto amasó una pequeña fortuna, la cual le permitió abrir su propio burdel, célebre en todo el imperio. Hombres de todos los rincones de Oriente y Occidente viajaban a Constantinopla solo para perder sus riquezas en las caricias de Teodora. Algunos gobernadores pagaban altísimas comisiones para que Teodora viaje a sus reductos fuera de la ciudad. En uno de esos viajes su vida cambió nuevamente.
En Alejandría conoció a un santo llamado Severo, un antiguo patriarca de Antioquía al que Roma había separado de su cargo por defender la herejía monofisita (que afirmaba una sola naturaleza: la divina, desde luego, en Cristo). Ante él Teodora desnudó su vida licenciosa, sus apetitos, sus bajezas, sus pesadillas. Podemos pensar que por primera vez en su vida la joven sintió que hablaba con un hombre que no deseaba acostarse con ella.
Al abandonar Alejandría Teodora cargó en su pecho una filosofía que cambiaría para siempre el destino de su sociedad.
De vuelta en Constantinopla su vida dio un vuelco. Ya no volvió a prostituirse, aunque continuó viviendo con sus compañeras; de hecho, una de ellas, llamada Antonina, la invitó a conocer a Flavius Petrus Sabbatius, más conocido como Justiniano, hombre de alegre vida licenciosa y un religioso fanático; combinación que no era extraña en aquellos días. Quizás a causa de su naturaleza ambigua Justiniano se enamoró profundamente de Teodora a pesar de que había sido poseída por incontables hombres.
Rápidamente se hicieron amantes. Justiniano, acaso temiendo la reacción de sus enemigos, se llevó a Teodora a su palacio y la elevó a la dignidad de patricia; cargo que la ponía en igualdad con las mujeres nobles y que, además, le permitía ocupar un asiento privilegiado en el Hipódromo, lejos de los fétidos pasajes subterráneos en donde se hizo mujer del modo más brutal.
Si embargo, Teodora y Justiniano no podían casarse. La ley era muy clara al respecto: las prostitutas y los artistas no podían contraer matrimonio con la nobleza. Eufemia Flavia Aelia Marcia, la emperatriz, era una mujer férrea que no permitía consesiones leguleyas. Afortunadamente para la joven pareja, Eufemia era una mujer anciana que no tardó en morir. Su marido, Justino, que si bien no abolió aquella ley como se esperaba, la "suspendió" el tiempo suficiente para que Teodora y Justiniano se casaran.
Tres años después, en anciano emperador muere y Justiniano, con 45 años, se convirtió en Basileus, es decir, emperador de Constantinopla, y Teodora, de 27 años, en la primera emperatriz con pasado de prostituta.
Sus sueños se hicieron realidad. Teodora quería llegar al trono de Constantinopla pero no para vivir en la opulencia, sino para gobernar con una nueva mirada sobre la sociedad y la fe. Cierto es que, al principio, la muchacha se ocupó de algunas venganzas personales. Varios "proxenetas" fueron asesinados misteriosamente, y muchas damas nobles que estaban en contra de Teodora encontraron un fin abominable a manos de sicarios; pero enseguida su gobierno dio paso a una era inédita para el imperio. Primero se construyó el templo de Santa Sofía, el más hermoso de su tiempo, y luego las leyes, acaso las más progresistas que uno puede encontrar en una época plagada de prejuicios.
Se trata del Corpus Juris Civilis, el código legal y civil de Justiniano, redactado casi íntegramente por la inteligencia de Teodora. Entre las leyes más notables podemos encontrar:
-Primera ley de aborto.
-Ley del matrimonio que permitía formas no convencionales de pareja, entre ellas, la bigamia.
-Eliminación del castigo físico a causa del adulterio.
-Matrimonio libre entre razas, clases sociales, y religiones.
-Ley que permitía que la mujer pudiera divorciarse libremente.
-Prohibición de la prostitución forzosa.
-Pena de muerte por el delito de violación.
Más aún, el Corpus Juris Civilis de Teodora combatió el proxenetismo, hasta entonces protegido por la ley, declarando que la prostitución es "un agravio a la dignidad de las mujeres". Se instaló el principio legal de que todos los hijos, legítimos o ilegítimos, tenían iguales derechos sobre el patrimonio herencial. Todas las prostitutas del imperio fueron beneficiadas con una generosa dote si abandonaban su oficio en un plazo de tres meses; y las que se negaban, igualmente recibían apoyo educacional en un edificio exclusivamente pensado para ellas. El delito de violencia contra la mujer fue ampliamente difundido. Se creó una corte en donde se registraban todas las denuncias de mujeres golpeadas o abusadas, y se les asignaba un especialista para que accionaran legalmente contra sus atacantes, en general, sus propios padres o maridos.
Lamentablemente, Teodora llegó al poder 1.500 años antes de que las sociedades estuviesen preparadas para semejantes cambios.
En el año 532, una turba de insurrectos compuesta por hombres castigados por las nuevas leyes asaltó el palacio imperial saqueando y matando a cualquiera que se cruzase en su camino. Aquella turba inicial se alimentó con decenas de miles de hombres que llegaban de todos los rincones de Constantinopla. Incontables mujeres fueron violadas y quemadas al grito de "¡Niké!", victoria.
Justiniano y sus ministros se reunieron en secreto para organizar la huida, pero Teodora, inclaudicable, lo obligó a quedarse y defender a todas las mujeres que sufrían vejaciones innombrables en las calles de la ciudad.
20.000 personas murieron aquella jornada. El trono de Constantinopla se salvó de la debacle, y Justiniano y Teodora reinaron por dieciséis años más.
En el 548 un cáncer de mama -apuntan los historiadores- se la llevó del mundo.
Incontables mujeres la lloraron.
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