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sábado, 4 de mayo de 2013

LAS MUJERES DE ENRIQUE VIII: ANA BOLENA

Se preparó para ser una de las reinas más recordadas de su país. Bella, inteligente, ambiciosa y con gran sentido de Estado, se mantuvo al lado de su rey en una de las decisiones más trascendentales en la historia de Reino Unido. Nacida en 1507 en Rochford Hall (condado de Essex).
Era hija de sir Thomas de Boleyn y lady Isabel Howard, futuros vizcondes de Rochford y condes de Wiltshire y Ormonde. La pequeña inició su formación intelectual en la previsión de casarse algún día con alguien vinculado a las posiciones más elevadas de los estamentos aristocráticos. Ana poseía notables facultades para algunas disciplinas y, en este sentido, cabe destacar su hábil manejo de las artes escénicas. Siendo apenas adolescente declamaba con virtuosismo, interpretaba con pasión a los personajes teatrales del momento y recitaba poesía con su voz modulada y encantadora.
Con 12 años de edad fue enviada a Francia, donde permaneció tres años instalada en la corte del rey Francisco I convirtiéndose, gracias a su belleza y dulzura, en una de las damas de compañía predilectas de la reina Claudia. Sin embargo, en 1521 fue llamada para ocupar su sitio natural en la corte del rey Enrique VIII de Inglaterra. Precisamente, en una reunión social donde actuó como actriz ante el soberano, se produjo uno de los flechazos más célebres de la Historia. Dicen que el orondo Enrique quedó subyugado ante el delicioso rostro de la doncella, no tardando en otorgar títulos y prebendas a la familia Boleyn en el intento de paralizar el inminente noviazgo de Ana con el guapo Henri Percy, rico heredero del condado de Northumberland.
Ella era el “glamour” personificado. Llamaba mucho la atención su esmerado vestuario, en el que siempre predominaban vestidos con mangas muy largas. Este detalle estético no sólo realzaba su estilizada figura, sino que además disimulaba los seis dedos que tenía en una de sus manos. Otro aspecto peculiar de la futura soberana era que poseía tres pechos, aunque éste extremo nunca se llegó a confirmar del todo.
La llegada de Ana Bolena a Londres fue espectacular. Los comentarios sobre su hermosura y refinada educación corrieron de boca en boca por las estancias palatinas. Pronto, el mismísimo monarca se fijó en ella para deleite de todos que veían en esa pareja la encarnación de las máximas aspiraciones británicas en clara contraposición al matrimonio del Tudor con la española Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. Por entonces, Enrique VIII y su primera esposa habían sido padres de una niña a la que llamaron María y que, en principio, a la espera de un varón, era la principal aspirante al trono inglés.
Ahora, con Ana a su lado, se podía pensar en un príncipe de sangre inglesa y en la continuidad del linaje monárquico. Por eso no es de extrañar que determinados círculos apostaran con tenacidad por el enlace del soberano con su nueva conquista. A esto hay que añadir la fuerte personalidad de la Bolena: una mujer ambiciosa que no se contentaba, como su hermana, en ser concubina real, sino que aspiraba a ocupar con todas las consecuencias el trono de la vieja Albion.
Enrique VIII, otrora convencido defensor de la fe católica, intentó repudiar a su primera esposa ante el papa Clemente VII con el frágil argumento de ser segundo plato, ya que Catalina era viuda de su hermano Arturo. Lo único cierto es que la española había sobrepasado con creces los 40 y ya era francamente difícil que pudiera dar un hijo varón al matrimonio. El pontífice, dominado por el emperador Carlos V –sobrino de Catalina de Aragón–, no quiso conceder el divorcio, asunto que asumió personalmente Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury. Con este gesto se desencadenaba un definitivo y terrible cisma religioso que desembocó en la proclamación del anglicanismo, una corriente crítica con el Vaticano liderada por el propio Enrique VIII quien, en enero de 1533, se casó en secreto con Ana Bolena, siendo ésta proclamada reina de Inglaterra en junio de ese mismo año.
Tres meses más tarde nacería, fruto de esta unión, Isabel, futura soberana de Inglaterra y última representante de la casa Tudor. Cuenta una leyenda popular que una bruja vaticinó a Ana Bolena que sería madre del gobernante más importante que tendría Inglaterra en su Historia y, razón desde luego no le faltó a la vidente, aunque se le pasó añadir que este mandatario sería femenino y no masculino, como anhelaba el rey.
Desde su boda, Ana dejó de ser un dechado de virtudes convirtiéndose en un ser irascible, provocador y caprichoso, asunto que terminó por desquiciar a su marido, siempre impaciente por conseguir a su heredero. Finalmente, tras el nacimiento de un varón que falleció a las pocas horas, la pareja acabó destruida.
El 2 de mayo de 1536, Ana, víctima de una conspiración, fue acusada de alta traición, incesto, adulterio y herejía. Todo ello seguramente infundado y promovido por la camarilla cercana al monarca, ya por entonces enamorado de quien sería su tercera esposa, Jane Seymour. El 19 de mayo se cumplió la pena capital. Ana Bolena, con gran porte, se dirigió al cadalso colocando su estilizado cuello en el tajo. Previamente, había recogido su melena en un postrero gesto de humor negro. Murió con dignidad mientras pensaba en el futuro de su hija Isabel. Aún hay quién afirma que el espectro de la hermosa reina deambula por las estancias de la Torre de Londres, donde fue ejecutada, pidiendo justicia al rey que tanto la amó.

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