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domingo, 10 de marzo de 2013

OFICIOS DESAPARECIDOS: EL HOJALATERO

Oficio prácticamente desaparecido en estos días; muestra los trabajos en hojalata muy utilizados antiguamente en utensilios de cocina y otros menesteres. Todavía se sigue empleando la hojalata en muchos de los envases para conservas, principalmente en los que tienen que soportar, después de su cierre hermético, un proceso de esterilización en autoclave, pero la fabricación de este tipo de envases está tan automatizada que la labor del operario se limita a alimentar de materia prima la cadena de producción, pulsar botones de la maquinaria y recoger el producto terminado al final de la cinta transportadora. Trabajo rutinario que, tras una breve explicación por un oficial, puede realizar cualquiera.
El técnico y sus auxiliares han sustituido al artesano. El hojalatero de taller (estaba también el hojalatero ambulante), debía imprescindiblemente de tener unos profundos conocimientos de geometría y de cálculo.
Téngase en cuenta que de hojalata o de zinc eran las medidas de capacidad para líquidos, y, en consecuencia, recibía encargos de recipientes que, además de ser de una determinada forma geométrica su contenido debía de ajustarse exactamente al litro, la arroba o sus fracciones respectivas de medio, cuarto y octavo.
Con estos recipientes se medía el aceite en las tiendas, la leche en las lecheras y el vino en las bodegas. Por lo tanto su trabajo había de ser de una precisión milimétrica. Para ello debía valerse y saber manejar herramientas tales como el calibrador o pie de rey, el compás, la regla, la escuadra, etc..., y, al mismo tiempo, realizar complicadas operaciones aritméticas aplicando fórmulas que bien pueden considerarse de matemática superior.
En el taller del hojalatero se fabricaban una gran variedad de utensilios para muy distintos fines; como por ejemplo: cántaros para leche o aceite; vertedores para las tiendas de comestibles; baños medianos para fregar la vajilla cuando en las casas no había agua corriente; grandes recipientes para el aseo de toda la familia en las viviendas que carecían de cuarto de baño, que eran la mayoría hasta muy avanzada la segunda mitad de este siglo; bombas manuales para la extracción de líquido de los bidones; artilugios para la fabricación de churros; embudos, candiles, faroles, alcuza, el jarrillo de lata tenía la virtud de la frescura en verano para beber el agua, ya fresca de la tinaja de barro que la contenía. Una tinaja con tapadera de madera, comprada a los aprendices de carpintero (cada cual se las buscaba como sabía y podía), que ocupaba un rincón de la humilde cocina sin agua corriente de las casas de patio con un grifo común, lo mismo que el retrete.
Pero tenía un inconveniente: lo caliente..., en fin; la lista se haría interminable. Toda una cacharrería hojalatera que ha desaparecido; unas por no tener ya aplicación y otras por emplearse para ello nuevos materiales; como el plástico, por citar alguno. El hojalatero ambulante; mejor dicho: el latero. Aquel de la caja de madera para las herramientas y el material, que portaba con una correa de cuero colgada a un hombro; el del anafe encendido y alimentado con tablillas y virutas, del que sobresalían los mangos de madera de una par de soldadores de cobre y cuyas cabezas estaban enterradas entre las brasas, anafe provisto de un asa larga de alambre y que llevaba bien aferrada a una mano; el latero que recorría las calles y las plazas de los pueblos pregonando a voz en grito sus servicios.
Allí donde era requerido improvisaba su taller; ya fuera un patio de vecinos, un portal o la misma calle. Sentado en el suelo, abría la caja y avivaba el fuego del anafe. Con mirada experta analizaba concienzudamente el cacharro a reparar; pongamos por caso una olla de porcelana con una picadura en el borde del fondo.
Lo primero que hacía era sanear la parte picada, para lo que se valía de una lima basta hasta dejar lustroso y brillante los bordes del agujero; luego, de un tarrito que llevaba adosado a uno de los lados de la caja, sacaba un rudimentario pincelillo impregnado en ácido clorhídrico, previamente rebajado diluyendo en él trocitos de chapa de cinc, y con el cual humedecía la parte saneada.
Después cogía uno de los soldadores del anafe, limaba suavemente el filo del cobre por ambos lados y le daba una pasada por la pez rubia contenida en la tapadera invertida de una caja de crema para zapatos. Con el soldador limpio y casi al rojo vivo en una mano y la barrita de estaño en la otra, los acercaba a la parte averiada del cacharro derritiendo sobre ella unos goterones de estaño que iba extendiendo cuidadosamente con el soldador hasta cubrir el agujero; si éste era muy grande recortaba con las tijeras un trocito de hojalata que soldaba en el mismo a modo de remiendo.
El trabajo se cobraba, como es lógico, en función del material y el tiempo empleado, y que se concertaba de antemano tras el consabido regateo, pues este oficio de latero ambulante era propio de gitanos, y ya se sabe con qué gusto y gracia ejercen los hombres de esta raza el chalaneo.

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