Bruno Amadio, un pintor que pasó sus días con más pena que gloria y al que le ha sobrevivido una leyenda negra y oscura. Su colección “Los niños llorones”, dicen que está maldita, que sus cuadros son una puerta para pactar con el diablo y que terribles desdichas recaen en todos aquellos que se atreven a colgar uno de esos óleos en las paredes de su hogar.
Poco se sabe de éste personaje y los datos que se pueden encontrar son más que confusos. Amadio nació a principios del siglo pasado en Venecia, fue fascista y conservador y, cómo no, un fiel seguidor de Mussolini. Se cuenta que participó en la II Guerra mundial y que fue en ésta donde comenzó a pintar los cuadros malditos, la serie a la que llamó “Los niños llorones”.
En dichos cuadros, Giovanni Bragolin, pues con este nombre firmaba sus trabajos, pretendía mostrar el horror de la guerra en las lágrimas de esos niños desdichados y huérfanos, símbolo más que gráfico de las desgracias que dejaba el conflicto bélico allí por donde pasaba.Al igual que su vida, la leyenda que le acompaña también tiene un origen incierto. Según cuenta la versión más extendida, Bruno Amadio, harto de ser un pintor de tres al cuarto, pactó con el diablo para poder tener la fama y el reconocimiento que se merecía. (No se sabe a qué precio). La cuestión es que, de la noche a la mañana, sus cuadros se hicieron muy populares y a mediados de siglo eran un tesoro preciado del que se hacían cientos de reproducciones todos los años. A más de uno les sonarán las caras de estos niños pues más de una de nuestras abuelas seguro que lució una de estas copias en el salón. En algún lugar debió de ocurrir un incendio en el que lo único que se salvó fue el cuadro del niño llorón y aquí fue donde se desencadenó la leyenda que conocemos hoy en día. Las casas donde se cuelga uno de estos originales arden en llamas y son fuente de misteriosos poltergueist y fenómenos extraños.
LA LEYENDA:
Héctor era un amante del arte y, aunque vivía en una situación realmente cómoda (económicamente hablando), sabía que sus recursos eran limitados y por ello no dudaba en recurrir al mercado negro cuando quería obtener una nueva pieza para su colección.
El tráfico de obras de arte de dudosa procedencia estaba en auge, pues durante y después de la Segunda Guerra Mundial muchos fueron los soldados y oficiales que saquearon museos o las mansiones de los más ricos, llevándose cuanto en ellas encontraban. No era por esto extraño que Héctor comprara verdaderas gangas y cuadros muy por debajo de su valor.
En algunos casos el mismo Héctor se encargaba de encontrar al comprador perfecto y revenderlos posteriormente, multiplicando el precio que había pagado, pero en otros quedaba prendado de la belleza de alguna obra y decidía quedársela él mismo o guardarla algo más de tiempo hasta que decidía si la vendería o serviría para ampliar su gran colección. Ese fue el caso de un cuadro que le dejó sin habla nada más verlo…
En el lienzo podía observarse el rostro de un niño llorando con una expresividad casi única, sin conocer su historia se podía intuir el gran sufrimiento que había padecido el pequeño, un llanto que el artista había captado con tal realismo que sólo mirarlo te imbuía en una gran tristeza.
Héctor estaba decidido, quería comprar esa obra, pero no podía demostrar mucho su interés si no quería que el precio se disparase.
En el lienzo podía leerse la firma de un tal Giovanni Bragolin, sin duda un desconocido, aunque eso no era un impedimento para Héctor, que sabía apreciar el arte y no dudaba en que esa obra la podía vender fácilmente al triple del precio que le había marcado.
Héctor se fue a su casa con el cuadro bajo el brazo, una tela vieja lo protegía de las miradas de curiosos y por algún extraño motivo sentía que debía ser así, como si se tratara de un niño real al que hubiese adoptado. Sus lágrimas lo habían conmovido tanto que sentía un profundo pesar cuando recordaba su obra recién adquirida.
Para el cuadro reservó un lugar especial en la habitación en la que dormía, no quería que quedase expuesto a las miradas de las visitas en el salón, al menos no hasta descubrir algo más de su procedencia y el autor. Apuntó en una hoja de papel el nombre del pintor: Giovanni Bragolin. Al día siguiente (y como había hecho en muchas otras ocasiones) acudiría a la biblioteca a buscar información, tal vez el lienzo era más caro de lo que él pensaba.
Al finalizar el día, Héctor se acercó de nuevo al cuadro del niño llorando, se quedó mirándolo durante varios minutos, observando con detalle su compungido gesto. Trató de imaginarse qué pudo causar las lágrimas del pequeño: el hambre, un castigo, malas calificaciones… No, sin duda había una historia mucho más dura detrás de las lágrimas, tal vez la muerte de un hermano o de sus padres. El llanto era desconsolado, pero a la vez mostraba una profunda tristeza y miedo a quedarse solo. Sí, eso debía ser, era algún huérfano de los miles que había dejado la guerra.
Héctor se acostó en la cama mirando hacia el niño, como si tuviera que protegerlo y velar por su descanso. Estaba agotado así que no tardó mucho en dormirse, pero esa noche no podría conciliar el sueño como él hubiese querido…
De madrugada un leve quejido le despertó, era indudablemente el llanto de un niño, la oscuridad no le permitía ver con claridad, pero sin duda el sonido provenía del cuadro. Se levantó y pudo ver como de los ojos del niño parecían brotar lágrimas reales que goteaban hasta el suelo y habían formado un pequeño charco. Impresionado, se quedó mirando fijamente a los ojos del pequeño cuando… ¡Sintió que se movían levemente para mirarle directamente!.
Se pegó tal susto que casi se cae de espaldas, pero por suerte la cama estaba cerca y pudo sentarse sobre ella, totalmente bloqueado por el miedo.
Los ojos del pequeño se clavaban sobre los suyos y su gesto triste tornó a uno enfurecido, sus ojos parecían arder y cambiaron su azulado color por un tono rojizo que parecía echar chispas, de repente el marco del cuadro comenzó a arder con unas llamas tan intensas que rápidamente envolvieron toda la habitación…
Héctor se despertó totalmente empapado en sudor, todo había sido una pesadilla, miró al cuadro y no percibió nada extraño, el niño seguía igual y no había ningún fuego a punto de devorarlo. Trató de conciliar nuevamente el sueño, pero le resultaba muy difícil, así que decidió levantarse para beber un poco de agua. Al pasar cerca del cuadro casi se cae al suelo cuando resbaló sobre un pequeño charco que había justo debajo y era idéntico al de su sueño.
Al llegar la mañana desayunó, se aseó y decidió salir a buscar más información sobre el artista. Su búsqueda en la biblioteca no tuvo éxito, toda una mañana perdida entre libros. Pero había algo que no cuadraba, el estilo le resultaba familiar e incluso estaba seguro que había visto ese apellido en alguna otra parte. Así que decidió consultar a Ernesto, otro traficante de obras de arte como él, con el que había tenido más de una vez algún problema al tratar con los mismos clientes o pujar en alguna subasta por el mismo cuadro.
- Vaya, vaya, mira a quien tenemos aquí – dijo Ernesto –; si es mi gran amigo Héctor, supongo que ya no estás resentido porque la condesa no te comprara aquel horroroso retrato.
- Buenas tardes, Ernesto, digamos que la cosa quedaría en paz si me ayudas a encontrar algo de información sobre un artista – le dijo mientras le tendía el trozo de papel donde estaba apuntado el nombre del autor.
Héctor asintio y tomó asiento en un viejo sillón que Ernesto le indicó con la mano.
- Como habrás podido adivinar el nombre de Giovanni Bragolin no es más que un pseudónimo, el nombre real del artista es Bruno Amadio. Es un fascista detestable y sin escrúpulos del que se dice que tuvo que huir de Italia al acabar la guerra. Hace un par de años me crucé con él medio por casualidad en una taberna sevillana, estaba tan borracho que no paraba de decir estupideces sobre el Diablo y todo el dinero que iba a ganar. Lo cierto es que poco tiempo después el pseudónimo con el que firmaba sus obras se empezó a hacer muy popular y escuché que consiguió vender varias de sus obras a una duquesa. Pero el hombre estaba tan desquiciado que parece que no pudo disfrutar mucho de su fortuna, se mudó aquí a Madrid y desapareció. Hasta donde sé ha pintado 27 retratos de niños llorando, pero nunca ha conseguido el mismo realismo que fue capaz de imprimirle al primero. Los 26 restantes son mas o menos conocidos y se pueden localizar con facilidad, incluso hay algunas falsificaciones circulando. Pero algo me dice que el que tienes tú es el primero, la cara con la que me escuchabas es la misma que puse yo cuando vi el cuadro aquella noche en Sevilla. ¿Es precioso verdad? Esos ojitos parecen estar llorando de verdad.
- Ni te lo imaginas, es tan bonito que cuesta desprenderse de él.
- Pues, amigo, te aseguro que cuando se lo llevemos a la duquesa vas a tener como poco más de 100.000 razones para querer venderlo.
Tras tomarse una cerveza en el camino para celebrarlo y cenar algo en una tasca de mala muerte justo bajo su casa, Héctor subió a apartamento y entró en su dormitorio…
En el suelo estaba el cuadro que parecía haberse caído de la silla donde lo dejó por la mañana, lo volvió a subir a la silla, verificando que no se hubiera roto con el golpe, y se desvistió para ir a dormir. Mientras se quitaba la ropa escuchó nuevamente como el cuadro golpeaba el suelo, era como si tuviera vida y no quisiera estar relegado a un lugar tan ruín como una silla. Héctor no quería arriesgarse a romper una obra tan preciada, así que colgó el cuadro nuevamente en la pared donde lo había hecho la noche anterior. Pasados unos minutos, el cansancio de no haber pegado ojo la noche pasada le pasó factura y cayó en un profundo sueño.
Exactamente a la misma hora que la noche anterior un llanto le despertó, el hombre se levantó y, como la noche pasada, pudo verificar que las lágrimas del niño salían del cuadro y mojaban el suelo. El niño se giró y fijó sus ojos sobre los suyos, sólo que esta vez Héctor no reculó ni retiró la mirada. Se quedó buscando una explicación en el interior de los ojos del chiquillo. Sin saber muy bien cómo, pareció adentrarse en sus pensamientos y pudo ver lo que tanto temía…
Como si de un simple espectador se tratase, pudo ver la estampa de un orfanato italiano en la que se agolpaban decenas de niños que habían perdido a sus padres, entre todos ellos pudo distinguir al niño de su cuadro, llorando en una esquina de forma desconsolada.La siguiente imagen que le vino a la mente fue la del cuadro en uno de los pasillos del orfanato. Por alguna extraña razón el artista lo había dejado allí mismo tras concluir su obra. Cuando los niños estaban durmiendo el cuadro tomó vida como en su sueño, primero los ojos del niño se volvieron rojos y después una bocanada de llamas comenzó a brotar de los marcos del cuadro, misteriosamente sin dañar el lienzo que parecía no poder quemarse con las llamas.
El fuego rápidamente se propagó cerrando la única posible vía de escape de decenas de niños huérfanos que gritaban de dolor cuando las llamas comenzaron a quemar sus pequeños cuerpecitos. El niño del cuadro asistió muerto de miedo, desde una esquina de la habitación, a cómo el resto de sus compañeros ardían uno por uno, era como si el fuego se comportara de una forma inteligente y le dejara para el final disfrutando de sus lágrimas y del sufrimiento que sentía al ver morir a sus amiguitos. Hasta que finalmente el mismo niño ardió profiriendo horribles gritos de dolor que duraron más de dos minutos.
De nuevo la imagen cambió y pudo verse el orfanato devastado y derruido por las llamas, sobre los restos humeantes había un objeto que parecía no haber sufrido las inclemencias de las altas temperaturas, un lienzo parcialmente enrollado en el que podía verse el rostro lloroso del niño que había muerto esa misma noche junto a sus 26 compañeros. El hombre vestido con el uniforme fascista caminó sobre las ascuas del orfanato como si el calor no le afectara y recogió su obra. Al extenderla, la miró fijamente a los ojos y éstos se volvieron rojos y una voz de ultratumba le dijo:
- Con esto se completa nuestro pacto, nunca más sufrirás por dinero o tendrás necesidad, disfruta de tu vida terrenal, pues yo te estaré esperando en la otra vida.
Héctor veía todo como un simple espectador hasta el momento que escuchó al mismo Diablo proferir aquellas palabras, en ese momento dio un paso atrás y pudo ver como el niño del cuadro le miraba fijamente con los ojos rojos y su boca comenzaba a moverse:
- Tú me has llamado, ¿qué es lo que deseas?, ¿dinero?, ¿mujeres?. Todo lo que quieras yo te lo daré.
Héctor saltó hacia atrás sobre la cama con la mala fortuna de que se golpeó en la cabeza al rodar sobre ésta: el golpe pareció despertarle de su pesadilla, ya que al mirar nuevamente al cuadro, éste mostraba su aspecto normal, el de un niño llorando desconsoladamente.
Pero sabía que no había sido un sueño, un pequeño charco bajo el cuadro delataba que lo que había visto y vivido era real… Sin importarle el dinero que supuestamente iba a recibir por el cuadro, fue corriendo a la cocina, sacó un cuchillo de un cajón y se dirigió corriendo con la intención de desgarrar el cuadro y acabar de una vez con la maldición. Pero al entrar en la habitación la puerta se cerró de un fuerte golpe detrás de él y el cuadro nuevamente mostró su lado más diabólico cuando el niño, con los ojos rojos, se giró a mirarle. Una vez más las llamas comenzaron a quemar todo a su alrededor y Héctor no pudo más que sufrir una de las muertes más atroces posibles mientras el fuego parecía deleitarse con su sufrimiento, quemándole léntamente hasta dejarle totalmente carbonizado.
Misteriosamente ninguna otra parte del edificio ardió y los vecinos no escucharon los alaridos de dolor de Héctor, por lo que a la mañana siguiente, cuando Ernesto pasó por el apartamento de Héctor para emprender juntos su viaje a Sevilla, encontró la puerta abierta y temiendo lo peor entró en el cuarto de su “colega” de profesión, donde encontró todo carbonizado… salvo el lienzo del niño llorando sobre el cuerpo abrasado de Héctor.
Ernesto nunca había sido un hombre con escrúpulos y no iba a empezar a serlo esa mañana, así que tomó el cuadro y salió corriendo del lugar antes de que la policía o algún vecino pudiesen descubrir el destino de Héctor. Debía darse prisa para llegar a Sevilla y poder vender ese cuadro… o tal vez no, pensó mientras lo miraba sentado en uno de los asientos del tren.
Al fin y al cabo era tan bonito y… ¡Tenía que protegerlo!
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