El huracán napoleónico sacudió las arenas del desierto egipcio, y de sus entrañas surgieron templos, tumbas, momias… y la piedra Roseta. No obstante, antes de que todo esto hiciera maravillar a toda Europa, existió un hombre que ya vio en Egipto un filón de oro. Un personaje digno de la mejor novela fantástica, un truhán, un vividor incansable, un timador, un proxeneta, o tal vez sencillamente un tipo espectacular.
Para conocer tan singular historia deberemos retroceder en el tiempo hasta el siglo XVIII, concretamente al 2 de junio de 1743. En un barrio de Palermo venía al mundo Guiseppe Bálsamo, cuyo destino parecía estar marcado por la pobreza, la mendicidad y todas las penas imaginables. El barrio donde había nacido Guiseppe era uno de los más marginales de Palermo. Era un suburbio triste, depravado. En sus calles solo habitaban carteristas, prostitutas, maleantes de todo tipo, drogadictos, camellos y chorizos de mala muerte cuya única ley era la de sobrevivir a costa de lo que fuera.
No obstante, ya en su adolescencia, demostró ser un hombre distinto, aunque sí supo sacar muy buena tajada de todo lo aprendido en su barrio natal. De hecho, hasta el año 1777, sobrevivía como proxeneta.
Durante unos años, vivió en Malta y tuvo como maestro al mayor truhán de su época, un personaje llamado Pinto de A Fonseca, el cual lo había introducido en la orden de Los Caballeros de San Juan, una cohorte de ladrones, asesinos y proxenetas. Sin embargo, viajó también a la Meca y a Egipto, donde aprendió los secretos de la alquimia.
Pero todo cambió en aquel año de 1777. Tras conocer a otro personaje singular, el conde de Saint Germain, fue introducido por éste en la masonería. A partir de aquel momento, una luz brilló con fuerza en su interior. Él no podía seguir llamándose Guiseppe Bálsamo, así que su primer paso fue el de cambiar el nombre, pasando a ser el Conde Gagliostro. Pero no bastaba con crear un nombre que resultara impactante, tenía que crear un pasado de leyenda.
Así pues pronto sorprendería a propios y extraños con la historia de su vida. Se presentaba a la sociedad como el Conde Cagliostro, nacido años antes del Diluvio Universal. Había sido amigo de Moisés, de Abraham y de Jesucristo, con el cual había compartido mesa y mantel en las bodas de Caná. Había sido también alumno de Hermes Trismegisto y de Sócrates. Por supuesto, no era un individuo cuya edad sumaba miles de años, sino que había ido reencarnándose una y otra vez, hasta el punto de asegurar que también había sido el asesino de Pompeyo, el general romano muerto por el hermano de Cleopatra en el siglo I a.C.
Una vez introducido en la masonería, solo restaba rodearse de los personajes más influyentes. Para ello, echó mano de su esposa, diez años más joven que él, y no dudó en prostituirla con duques, marqueses e incluso reyes. Ella lo hacía de buen grado, aceptaba aquella sumisión sin rechistar, porque incluso disfrutaba con ello. Así no tardó en ser conocido y admitido en las cortes más respetadas, excepto en la española, ya que vivió prisión en Cádiz y Madrid después de haber realizado varias estafas.
No obstante, Cagliostro, muy a gusto en su nuevo mundo masónico, no estaba satisfecho. Aquello estaba bien, sí, pero él no era un gran personaje. Y eso no podía permitirlo de ninguna manera, él tenía que ser el masón más poderoso del mundo. Y lo fue. Su éxito llegó con su gran creación, la fundación de la Logia Masónica del Rito Egipcio, él se autodenominó a sí mismo como “El Gran Copto” y logró cumplir su objetivo, ayudado de su inseparable esposa Lorenza, la cual era la reencarnación de la Reina de Saba y sacerdotisa del culto a Isis.
En aquel año de 1799 Cagliostro se sirvió de los conocimientos adquiridos en Egipto, asegurando que él tenía el poder de los sacerdotes que habían servido en la Gran Pirámide, que tenía el conocimiento de los astrólogos egipcios, que poseía el don de la videncia heredada por los antiguos esotéricos egipcios y que era albergador de los milenarios secretos de la alquimia. De hecho, Alquimia es una palabra árabe que deriva de Al-Kemi o Al-Kemet.
Una logia de este calado merecía una genealogía más portentosa que la de su creador, así que aseguró que aquellos ritos, que él había heredado de la mano de los más prestigiosos sacerdotes egipcios, se remontaban a los días del mismísimo Adán cuando éste habitaba todavía en el Edén. Con el transcurso de las generaciones, los pasos del rito se habrían ido haciendo cada vez más secretos, hasta que los egipcios lo convirtieron en magia y albergaron aquel milenario secreto en el interior de los templos sagrados, cuyo contenido le fue revelado solo a él, el Gran Copto.
Dicha logia estaba formada en noventa grados, siendo 33 simbólicos, otros 33 místicos y otros 33 de origen hermético. Los rituales que se celebraban no eran como los habituales de la masonería, sino que estaban rodeados de un esoterismo y misticismo como jamás antes se había visto. Aquellos nobles de la época sencillamente caían en un estado de trance, en un éxtasis sin igual, como embriagados por una fuerza cósmica que tenía miles de años de antigüedad y que ahora se estaba apoderando de sus almas. Algunos incluso afirmaban que con cada ritual recibían una gran dosis de poder sobrenatural.
Pero, ¿cuál era el secreto de Cagliostro? Sin duda alguna los textos de Plutarco. Y es que este sacerdote del siglo I de nuestra era fue uno de los elegidos por los antiguos sacerdotes egipcios para conocer sus milenarios secretos, que no eran enseñados a cualquiera. En aquellos años de dominio ptolomeo, los sabios egipcios recelaban mucho de desvelar los secretos de los misterios de Osiris o de Isis. De sus enseñanzas nació su obra Isis y Osiris, donde se ponían de manifiesto grandes pinceladas de cómo se celebraban todos estos rituales. Y, cientos de años más tarde, Cagliostro copió aquel modelo. Copió los niveles de iniciación, copió los iconos que los representaban e igualmente tomó muy buena nota de varias publicaciones místicas, como Opedius Aegyptiacus, de Kircher o Vida extraída de los templos del Antiguo Egipto, de Terrasson, escritos en 1652 1728 respectivamente.
El éxito del conde Cagliostro fue rotundo, aplastante. A partir de aquel momento, todo buen masón deseaba unirse a aquella logia, y dio pie a la creación de otras paralelas. Se escribieron cientos de tratados acerca de las escuelas menfitas y alejandrinas, donde según los místicos, se había concentrado todo el saber del Universo. Lo que se conocía de Egipto no era el país de los faraones, sino el país de los magos y hechiceros.
Cagliostro o Guisseppe Bálsamo fallecería en 1795, pocos años antes de la expedición napoleónica. Pero aún con su temprano fallecimiento había creado una escuela inmortal. Algunos aseguraron que sus rituales se remontaban a la mismísima construcción de la Gran Pirámide de Gizeh, otros que los había creado la diosa Isis.
En 1798, Napoleón Bonaparte arribaba en Egipto con su cohorte de sabios, los cuales regresaron a Francia con una gran cantidad de dibujos, notas y planos de los lugares que habían visitado. El propio Napoleón, tras dormir una noche en el interior de la Gran Pirámide parecía haberse convertido en invencible, pero Cagliostro se había hecho inmortal.
En 1838, se forma el Rito Oriental de Menfis, con 91 grados. En 1881 se unifican los Ritos de Menfis y el Ritual Egipcio, el cual sigue existiendo hoy día bajo el nombre de Orden Oriental Egipcia del Antiguo y Primitivo Rito de Menfis y Mithrahím. Hoy día, la masonería está salpicada de símbolos egipcios, como es el obelisco o la pirámide que podemos ver en los billetes de dólar.
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