Un día de 1979, Centralia se dio cuenta de la verdadera magnitud del peligro que llevaba años ardiendo bajo sus pies. El propietario de una de las gasolineras del pueblo introdujo una vara metálica en uno de los tanques subterráneos para comprobar su nivel de combustible. Lo había hecho mil veces, pero esta vez le sorprendió lo caliente que estaba la vara cuando la sacó. Desconcertado, decidió comprobar la temperatura con un termómetro... Algo raro sucedía, al sacarlo, el termómetro marcaba 78°C.
Nadie sabe con total seguridad como empezó el principio del fin para Centralia. Aunque parece ser que fue en mayo de 1962 en un vertedero de basuras situado a las afueras del pueblo. Como hacía todos los años, el ayuntamiento había contratado los servicios de una empresa de control de incendios para que limpiara el vertedero municipal. Otros años, cuando el basurero se encontraba en otro lugar, no había habido problemas. En 1962, sin embargo, el basurero ocupaba una antigua mina a cielo abierto abandonada.
Centralia, como la mayoría de ciudades del noreste de Pensilvania, se había dedicado durante mucho tiempo a la minería de la antracita. En 1962, con el progresivo abandono del carbón como medio de calefacción en favor del gas y petróleo, la mayoría de las minas comenzaron a dejar de ser rentables y comenzaron a abandonarse. Sin embargo, Centralia aún contaba con una población de unas 1.400 personas.
Como habían hecho otras veces, los bomberos amontonaron la basura en uno de los rincones del vertedero y la prendieron fuego dejándola arder durante un rato. Después, apagaron las cenizas con una manguera. Era lo habitual, pero esta vez, el fuego parece ser que no se extinguió correctamente, sino que siguió ardiendo en el subsuelo y llegó a través de un agujero hasta una mina abandonada de carbón vecina. Antes de entrar en funcionamiento, el vertedero había sido inspeccionado para asegurarse que todos los agujeros de antiguas prospecciones que había en el suelo hubieran sido sellados con material incombustible para evitar, precisamente, esto. Sin embargo, al parecer, nadie reparó en el agujero por el que el incendio se extendió hasta la mina.
En un principio, el fuego podría haber sido extinguido fácilmente, simplemente, excavando totalmente la zona afectada. Según parece, un ingeniero de minas se ofreció a hacerlo por tan sólo 175 dólares. Más tarde, otro minero del pueblo también se ofreció y, aún más barato, sólo a cambio de una parte del carbón. Sin embargo, el incendio había pasado a convertirse en un asunto estatal y una maraña burocrática impedía tomar las decisiones de forma rápida. A medida que pasaba el tiempo, el fuego más se extendía y la posible solución más se encarecía y se complicaba.
En julio de ese año, el Departamento de Medio Ambiente llevó a cabo una serie de sondeos para comprobar el alcance y la temperatura del incendio. Algunos, sin embargo, piensan que estas perforaciones no hicieron sino que ayudar a la combustión al proporcionarle una vía de aire natural. También, son muchos los que critican la manera, un tanto desorganizada, como se llevó la lucha contra el fuego. En muchos casos, las zanjas se excavaban guiándose por el humo que se desprendía del suelo, cuando lo más normal hubiera sido realizar antes unas perforaciones para determinar cuál era el lugar más adecuado.
A menudo, pasaba que cuando se acababa de excavar una zanja, el fuego ya había pasado al otro lado. Tony Gaughan, autor del libro “Slow Burn”, culpa del fracaso de esta estrategia a la lentitud con la que se llevaban a cabo los trabajos. Se empleaba un único turno, en vez de tres, que además guardaba todas las fiestas y puentes. Un ritmo más propio de un trabajo rutinario que de una emergencia.
El 22 de mayo de 1969, tuvieron que ser evacuadas las tres primeras familias de Centralia. Ese mismo año, se comenzó a probar una técnica diferente: inyectar agua con cenizas volantes, arena húmeda y arcilla sobre el incendio para formar una barrera que bloqueara el paso del oxígeno y “ahogara” el fuego. Al mismo tiempo, se estaba excavando una pequeña trinchera que podía haber puesto la situación bajo control. Sin embargo, parece ser que un problema para la asignación de fondos entre el gobierno del estado y el condado retrasó los dos intentos. Mientras, el fuego seguía extendiéndose.
Aunque, en un primer momento, la mayoría de los habitantes de Centralia habían preferido ignorar la existencia del fuego y minimizar su verdadera magnitud. Las cosas cambiarían durante la década de los 70, cuando el monóxido y el dióxido de carbono comenzaron a entrar en las casas y la gente comenzó a caer enferma. La temperatura en los sótanos de muchas casas era tan alta que no necesitaban caldera de agua. El Departamento de Medioambiente de Pensilvania reaccionó instalando detectores de gases en la mayoría de los hogares de la zona más caliente. Pero a pesar de la gravedad de la situación, algunos vecinos rechazaron la instalación de los detectores. No querían ser esclavos de una máquina, aseguraban. Otros, sin embargo, prefirieron comprar canarios.
En 1980, después de casi 20 años, el fuego seguía quemando y se tuvo que trasladar a otras 27 familias fuera del pueblo. Pero fue al año siguiente cuando un accidente hizo saltar hizo saltar las alarmas definitivamente. Fue el 14 de febrero, cuando la tierra se abrió bajo los pies de Todd Domboski, un niño de 12 años. Era un agujero de más de un metro de diámetro y de unos 46 de profundidad. Afortunadamente, Todd pudo agarrarse a unas raíces hasta que fue rescatado por su primo. De haber caído hasta el fondo, habría muerto casi de manera instantánea a causa de la gran cantidad de monóxido de carbono acumulada en la parte más profunda. El hundimiento del terreno y la formación de cavidades era otro de los peligros con los que el incendio amenazaba al pueblo, a medida que el carbón quedaba reducido a cenizas.
El incidente, que atrajo la atención de los medios a nivel nacional, acabó por dividir a Centralia en dos. A un lado, los partidarios de la evacuación del pueblo y, al otro, los que no querían marcharse. En 1983, un estudio independiente aseguraba que el incendio era mucho mayor de lo que se creía y ya había llegado al subsuelo del pueblo. Se recomendó la excavación de una trinchera que cruzara la ciudad de norte a sur, dividiéndola en dos, el coste era de unos 62 millones de dólares y no se tenía garantía de éxito. La otra opción, excavar totalmente la zona afectada, era más segura, pero su alto coste, más de 650 millones, la descartaba.
Ante esta situación, finalmente el gobernador planteó un plan voluntario para el desalojo y compra de todo el pueblo. La propuesta se votó en referéndum y los propietarios de Centralia la aceptaron por 345 votos a favor y 200 en contra. El Congreso de los Estados Unidos aportó los 42 millones de dólares necesarios para comprar todas las casas, demolerlas y reubicar a los vecinos. Hasta la fecha se llevaban gastados, intentando controlar el fuego, unos siete.
La mayoría de los vecinos, más de 1.000, fueron realojados en los pueblos cercanos de Mount Carmel y Ashland. Se demolieron más de 500 edificaciones. Sin embargo, unas pocas familias, 63 vecinos, prefirieron quedarse, no estaban dispuestos a abandonar sus casas, pese a las advertencias oficiales. No creían que el fuego constituyera un peligro real para la parte de la ciudad en la que ellos estaban. Además, eran bastantes los que creían que todo era un complot del gobierno y las compañías mineras para arrebatarles sus derechos mineros, que ellos habían estimado podrían estar en torno a varios miles de millones de dólares. Después de todo, ¿por qué el gobierno, que sí que fue capaz de extinguir un fuego similar en un municipio cercano, descartó el empleo de esos métodos en Centralia?
La primera casa fue derribada en diciembre de 1984. Para entonces, había fuego debajo de unas 140 hectáreas. Para 1991, ya eran 250 el número de hectáreas afectadas. Ese año, el gobierno del estado compró otras 26 casas situadas al oeste de la ciudad, junto a la Ruta 61. Al año siguiente, 1992, el gobernador de Pensilvania decidió expropiar el resto de casas y terrenos que quedaban al considerar que el fuego se había convertido en un peligro demasiado grande. Los irreductibles vecinos que quedaban recurrieron la decisión ante la justicia, pero fracasaron. Sin embargo, no se marcharon, se quedaron convertidos en ocupas en lo que habían sido sus hogares, aunque con la ventaja de no tener que pagar impuestos ni tampoco renta ya que las casas ya no eran suyas.
En 1997, sólo quedaban 44 personas, una población que iría menguando poco a poco desde entonces. En 2000 ya eran sólo 21 personas de 7 familias las que ocupaban 10 casas. Cuatro años más tarde, había una casa y tres habitantes menos.
En la actualidad, no existe ningún plan para combatir el fuego, por lo que sigue extendiéndose sin control. Se espera que dentro de unos 100 años alcance las 1.500 hectáreas. Las predicciones son que, a partir de entonces, todavía arda otros 150 años más hasta quedarse sin combustible. Sobre la superficie, Centralia tiene más la apariencia de una campiña con calles asfaltadas que de pueblo. Sus calles y aceras se encuentras cubiertas por la maleza, aunque hay algunas que parecen haber sido segadas y limpiadas. Han crecido árboles nuevos y apenas quedan unas cuantas casas en pie, de las cuales sólo cinco están ocupadas, además de un edificio municipal. El resto de edificios han sido demolidos por la acción del hombre o de la propia naturaleza. Un de las iglesias del pueblo –llegó a haber once–, que no está afectada por el incendio, continúa celebrando los servicios dominicales y también se encuentran en buen estado los cuatro cementerios.
A simple vista, los únicos signos visibles del fuego que quema bajo tierra son varias chimeneas metálicas en la parte sur del pueblo, además de las señales que avisan del peligro por fuego subterráneo, suelo inestable o el monóxido de carbono. También en la parte sur, puede verse humo y vapor saliendo de un agrietado tramo de la Ruta 61 y a través de las numerosas grietas que hay por toda la zona próxima.
Después de varias reparaciones, este tramo de la autopista fue cerrado al tráfico a mediados de los 90, cuando se construyó un desvío para evitar la zona problemática .
Después de años de retraso, el gobierno de Pensilvania parece estar decidido a acabar con la situación de la docena de irreductibles que aún resiste en el pueblo, desalojándolos y demoliendo lo que queda de la ciudad. Algunos no le dan mucha importancia a este intento y creen que no pasará nada como la otra vez. Especialmente, los mayores creen que podrán acabar sus días en el pueblo que les vio nacer.
De todas maneras, se espera que muchos de los antiguos vecinos regresen al pueblo en 2016, aunque sólo sea por un día, para abrir una cápsula del tiempo enterrada en 1966 cerca del monumento a los veteranos.
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