El aseo romano era cuanto menos, peculiar. El hecho de saber que a mediodía o por la tarde el ciudadano del imperio acudiría a las termas públicas, le ahorraba cualquier pérdida de tiempo cuando se levantaba y antes de salir de su casa.
Los escasos cuidados se limitaban a refrescarse la cabeza y las manos con agua limpia. Hubo excepciones, como el emperador Cómodo (gobernó del año 177 al 192), que le gustaba bañarse hasta ocho veces diarias.
Eso sí, los romanos eran habituales en las dependencias del tonsor para cortarse o arreglarse la barba, aunque esta práctica se convertía en un suplicio.
La primera vez que un joven se ponía en sus manos se celebraba una ceremonia religiosa.
Los pelos del afeitado inaugural se depositaban en unos cofres y se ofrecían a los dioses.
El tonsor humedecía con su saliva la navaja o cuchillo que a continuación emplearía para rasurar unas pieles que no eran lubricadas con jabón o loción alguna.
Los tonsores menos ávidos exponían a su clientela a los más desagradables accidentes, algunos de tal magnitud que el emperador Augusto tuvo que implantar leyes y sanciones para evitar estos casos.
La coquetería masculina no se limitaba sólo a lucir los peinados y la barba que dictaba la época, sino que era habitual el uso de perfumes, tintes e, incluso, de lunares postizos de tela .
Los crecepelos hacían furor. Algunos romanos alopécicos se frotaban la calva con sosa y después se aplicaba una infusión de pino, azafrán, pimienta, vinagre, laserpicio y cagadas de ratón. También daban resultado las friegas con manteca de oso o la cocción de vino y aceite de semillas de apio y culantrillo. Si a pesar de todo el pelo se obstinaba en aparecer, se podía disimular la alopecia con un nutrido surtido de pelucas y postizos. En ocasiones, se pintaba pelo sobre la cabeza calva para aparentar tener cabello corto.
Por su parte, el trabajo de la ornatrix (matrona romana) estaba expuesto a continuas críticas y exabruptos por parte de la señora si ésta no quedaba satisfecha de su aseo, depilación o peluquería, como así lo ponen de manifiesto diversos epigramas.
Durante la noche, una mascarilla de pasta y leche de burra se aplicaban las damas sobre su rostro para cuidar el cutis; otra mascarilla, de arroz y harina de haba, servía para quitar las arrugas. A la hora de maquillarse, las venas de las sienes se marcaban con líneas de color azul suave.
Las esclavas se llenaban la boca con perfume y lo pulverizaban sobre el rostro de sus amas. Se consideraba hermoso que las cejas se juntasen sobre la nariz. Para ello, las romanas utilizaban una mezcla de huevos de hormiga machacados con moscas secas.
Los ciudadanos del imperio se limpiaban los dientes con orines. Los más apreciados eran los hispanos, que se envasaban en ánforas precintabas y se trasladaban en barco hasta Roma.
Y una vez finalizada la jornada diaria, al igual que en la actualidad acostumbran a hacer los orientales, los romanos no se desnudaban para meterse en la cama, o mejor dicho, sólo lo hacían a medias. Además de los zapatos, lo único que se quitaban era el manto, que echaban sobre el lecho como una manta más.
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