A los 17 años, pensando que nadie emplearía a alguien que no sabía escribir su nombre, puso su propio negocio.
Más allá de toda previsión, su negocio tuvo muchísimo éxito.
Comenzó a vivir una doble vida: una, la del triunfante hombre de negocios que le daba trabajo a cuarenta personas. La otra, la del hombre torturado por la ceguera cultural.
Jeff Pearce es un empresario británico que hizo millones, sin saber leer ni escribir.
Comenzó cuando niño, vendiendo ropa de segunda mano en Liverpool y el noroeste de Inglaterra.
La madre comenzó a llevarlo a los mercados donde ella trabajaba para que realizara pequeñas tareas y ganara así algo de dinero, porque debía alimentar a cinco hijos y mantener a un marido alcohólico.
Esto era al margen de la escuela, donde Pearce era víctima de la ignorancia y el desconocimiento que reinaban en los '60 respecto a la dislexia.
"Palabras simples como 'gato' yo no las podía aprender. Las leía y después de diez minutos las deletreaba al revés. La profesora creía que sencillamente era necio y quería hacerme el chistoso, todo porque los chicos se reían. Me ponían un gorro y me dejaban mirando hacia la pared", le cuenta Pearce a la BBC.
Durante toda su vida tuvo que esconder lo que consideraba como un vergonzoso secreto.
Para ocultar su analfabetismo necesitó varios trucos y la ayuda de su fiel esposa, Gina.
Cuando tenía una reunión de negocios, ella lo acompañaba, y cuando llegaba la hora de llenar algún formulario, ella lo salvaba diciendo: "no se preocupen por esto... ustedes sigan hablando mientras yo lo hago", y se lo pasaba cuando sólo faltaba firmar.
Pero eso no era suficiente, pues viviendo una vida de millonarios, se codeaban con contadores, abogados y empresarios.
Y eso implicaba, llevar una vida social.
Cuando salían a comer con amigos, y llegaba el menú, Gina volvía a ser indispensable.
"Ah! Mira Jeff, aquí venden la carne que te gusta... ¿por qué no pides eso?", decía.Y se hacía cargo de la lista de vinos, diciendo: "Jeff es terrible a la hora de elegir un vino, de manera que lo hago yo".
Pero todo se vino abajo cuando una de sus hijas, una noche, le pidió que leyera un cuento antes de dormirse. "Traté de inventar la historia a partir de las ilustraciones, pero una de ellas se dio cuenta y me dijo que no fuera tonto, que yo no sabía leer".
Él insistió en que sí sabía: pero la niña lo había desenmascarado. Pearce dio las buenas noches, bajó las escaleras y se puso a llorar.
"Habría dado todas mis riquezas en ese momento por ser capaz de leerles un cuento a mis niñas", dice Jeff.
Por una parte, Pearce vivía lo que define como el sueño: una casa en la ciudad, automóviles, una casa de campo con establos, caballos y ganado, dinero a manos llenas.Pero se sentía como un estafador. Al abandonar la escuela, la profesora le dijo que nada le iba a salir bien en la vida, que era un desperdicio y que había sido una pérdida de tiempo enseñarle.
"Esas palabras me acompañaron siempre. Sentía que era un fraude, que nadie que no pueda escribir su nombre podía ser millonario como yo", señala Pearce.
Sin embargo, 1992 se constituiría en su punto de inflexión. La recesión económica golpeaba duro y el banco lo llamó para decirle que no podía seguir auxiliándolo con préstamos.
Pearcelo perdió todo de la noche a la mañana.
"Me senté en la cama, al borde del suicidio y pensé que era mi castigo por ser un estafador: le había dado una vida regalada a mi familia y, de pronto, se la había quitado de debajo de los pies".Pearce volvió a los mercados a comenzar desde cero.
Diez años más tarde, se había recuperado y su imperio comercial estaba nuevamente de pie, con unos enormes almacenes en Liverpool.
"Esa vez ya no me sentí un fraude", dice Pearce, "porque recibí un reconocimiento en el trofeo de Minorista Destacado del Año".Pearce confiesa que, esa noche, de vuelta al hotel donde estaba alojado con su mujer e hijas, en el taxi decidió confesarle a estas últimas su analfabetismo.
Las hijas, ya grandes, recordaban algo muy extraño de la infancia. El papá las sacaba los domingo, tal como otros papás hacían con sus hijos, a comprar golosinas a una tienda.
Pearce también compraba los periódicos del día, al igual que hacían los otros padres, sólo que ellas creían recordar que su papá tenía la costumbre de botarlos a algún basurero cuando no había nadie mirando.
El millonario analfabeto esperó todavía algún tiempo, hasta estar retirado de los negocios, para aprender a leer y escribir.
Hoy planea recorrer escuelas, liceos y universidades para alentar a cualquier alumno en su situación e instarlo con su ejemplo a proyectarse un futuro.
Y ahora ha publicado un libro con la historia de su vida, el que llamó A Pocketful of Holes and Dreams (Un bolsillo lleno de agujeros y sueños).
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