domingo, 5 de mayo de 2013

EL TERMOMETRO

Antiguamente, temperatura era sinónimo de temperamento. Desde el siglo XVI, un instrumento de medida puso ciencia en los conceptos caliente y frío, donde durante siglos apenas hubo poco más que elucubraciones.
Ande yo caliente y ríase la gente, recoge nuestro catálogo de dichos. Pocas expresiones reflejan mejor la importancia de la temperatura en nuestro bienestar. El grado de calor o frío del ambiente y del cuerpo humano fueron motivo de atención desde la antigüedad y motivaron más tarde la construcción de los termómetros. Hoy estamos habituados a manejar temperaturas y, por ejemplo, sabemos que el cordero hay que asarlo con el horno a unos 180 ºC, que al bañar al niño el agua debe estar a 36 ºC, que al ordenador le gusta estar entre 10 y 35 ºC, que tal o cual vino debe servirse a 14 ºC, o que para ahorrar energía no debemos poner la calefacción en invierno a más de 21 ºC ni en el verano el aire acondicionado a menos de 19 ºC. En casa hay unos cuantos termómetros además del clínico.
A finales del siglo XVI Galileo construyó un instrumento sensible a la variación de temperatura. Se trataba de un tubo de vidrio terminado en un bulbo grande; tras calentarlo, sumergía el tubo por su extremo abierto en agua, de modo que, al enfriarse, el nivel de aquella subía un poco. Así, la columna de agua variaba de longitud cuando el aire del interior del bulbo se calentaba o enfriaba. Ese primitivo termoscopio -no llevaba escala alguna, por lo que no era un termómetro propiamente dicho- presentaba el problema de que la altura del líquido dependía también de la presión atmosférica.
En 1611, el médico veneciano Santorre Santorio puso una escala a aquel instrumento, que marcaba la altura del líquido al colocar el bulbo en agua con hielo y después en la llama de una vela, y dividió el intervalo en partes iguales. Ese sería el primer termómetro, aunque la palabra no sería utilizada hasta 1624, cuando lo hizo el jesuita Jean Leurechon en su tratado Du thermomètre, ou instrument pour mesurer les degrez de chaleur ou de froidure, qui sont en l?air.
Los primeros termómetros basados en la dilatación de líquidos nacieron a mediados del siglo XVII. El gran Duque de Toscana, Fernando II de Medici, ideó por entonces uno consistente en un tubo con el extremo superior cerrado y el inferior terminado en un bulbo lleno de aguardiente coloreado. Ese líquido era más sensible que el agua a la dilatación, y tenía la ventaja de no congelarse tan fácilmente. Si el tubo era largo se enrollaba en forma de hélice, lo que confirió su aspecto característico a los llamados termómetros florentinos.
Por entonces, los físicos ya eran conscientes de la constancia de temperatura durante los cambios de estado del agua, algo que de hecho acabaría convirtiéndose en la base para establecer escalas de temperatura comunes a todos los termómetros.
Igualmente, se sabía que la temperatura del cuerpo humano se alteraba en las enfermedades. Ello animó a Newton a proponer en 1701 una escala donde el cero sería la congelación del agua y el 12 la temperatura del cuerpo de "un inglés sano".
En 1714, el físico Gabriel Fahrenheit reemplazó las mezclas alcohólicas del termómetro florentino por mercurio, lo que le permitía medir temperaturas superiores, y propuso reflejar con el cero la más baja que pudo conseguir en una mezcla de hielo, agua y sal. Así mismo, puso el grado 96 como referencia del calor del cuerpo humano, ya que era la temperatura que reflejaba cuando se colocaba en la boca o bajo el brazo. En esta escala, la temperatura de congelación del agua es 32 y la de ebullición 212. Por su parte, en 1742, Anders Celsius propuso el cero para la ebullición del agua y 100 para la congelación. El año siguiente Jean-Pierre Christin señaló la conveniencia de invertir esos puntos. La escala resultante, que se llamó centígrada tras la Revolución Francesa, es conocida como Celsius desde 1948 y es la más habitualmente usada por nosotros.

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