miércoles, 13 de marzo de 2013

VIRIATO,LA PESADILLA DE LOS ROMANOS.

En el siglo II a. C. la Lusitania era una de las regiones de Hispania, prácticamente conquistada por los romanos. Comprendía el territorio entre los ríos Duero y Guadiana.
Servio Sulpicio Galba había hostigado a los lusitanos hasta obligarlos a rendirse en el año 151 a. C. Se firmó la paz, pero cuando los rebeldes depusieron las armas, en lugar de ser trasladados a tierras más fértiles, tal como se les había prometido, Galba ordenó a sus legiones que los mataran, fueran hombres, mujeres o niños. El número de víctimas durante aquella jornada se estima en 5000, a las que hay que sumar otras 9000 que pasaron a ser esclavos de Roma.
Viriato era un caudillo lusitano que ya había logrado derrotar varias veces a los romanos, pero, viendo la necesidad de poner fin a la guerra, en esta ocasión se había mostrado partidario de entregar las armas, confiando en la palabra del general, que tan buenas condiciones ofrecía. Pensó, seguramente, que a la larga Roma acabaría por hacerse con todo, y que ya nunca iban a lograr negociar un acuerdo más ventajoso.
Cuando tuvo noticias de la masacre, su dolor fue inmenso. No podía perdonarse por haber tomado una decisión equivocada, empujando a los suyos a una rendición con tan dramáticas consecuencias. Desesperado, laceró su propio cuerpo y huyó a las montañas en busca de soledad.
El caudillo lusitano meditó largamente allá en las montañas. Buscaba el modo de reparar el tremendo golpe recibido y vengar a su gente. Una vez madurado su plan regresó al poblado y ordenó que se amontonaran los restos incinerados de las víctimas de aquella jornada. A la luz de la luna llena, se hundió hasta la cintura en las cenizas y juró combatir a muerte contra Roma.
La guerra de Viriato se prolongó durante 10 años, y siempre resultaba vencedor. Era una auténtica pesadilla para los romanos: veloz y resistente en el combate, se conformaba con cualquier cosa que pudiera comer, por poco que fuera; dormía al raso, no era vulnerable al frío ni al calor. Su físico era magnífico, pero su mente era aún superior. Sus soldados iban perfectamente equipados con un escudo corto y una espada curva llamada falcata. A la espalda portaban una lanza, el saunion, que se demostró sumamente eficaz y capaz de atravesar cualquier coraza a larga distancia. En cuanto a la estrategia lusitana, era la de entablar escaramuzas, fingir retirarse en desbandada para que los romanos los persiguieran, y conducirlos así hasta desfiladeros donde les tendían una emboscada fatal.
Esto era muy humillante para Roma. No podían tolerar que un simple pastor lusitano, para ellos un salvaje, los derrotara una y otra vez con tal facilidad. Decididos a terminar con la situación, se envió un nuevo ejército al mando del cónsul Serviliano.
El cónsul fue astuto. Evitó enfrentarse directamente con Viriato y prefirió atacar a las poblaciones que le prestaban apoyo. Primero fue el turno de Porcuna, donde hizo ejecutar a 500 prisioneros y esclavizó a 9500. Luego, en la Bética, hizo cortar la mano derecha a 900 hombres para que no pudieran empuñar una espada a las órdenes de Viriato.
El lusitano no iba a quedarse atrás, y demostró que podía pagar al cónsul con su misma moneda: entró en Segovia, entonces ciudad romana, y ordenó matar a todo aquel que no le jurase lealtad.
Una nueva victoria de Viriato iba a decidir la contienda en Erisone. La ciudadela estaba siendo asediada por los romanos, pero Viriato y sus hombres encontraron un resquicio por el que entrar. Pasaron la noche allí y al amanecer salieron a caballo sorprendiendo a los romanos, que emprendieron la huida. Serviliano, al enterarse, presentó su rendición incondicional.
Viriato le comunicó que también él deseaba un acuerdo con Roma. Sus condiciones eran el reconocimiento de la independencia lusitana y que él mismo fuera proclamado amigo y aliado de Roma.
El senado aprobó ese nombramiento, pero al mismo tiempo enviaba a un nuevo cónsul, Servilio Cepio, con órdenes secretas de dominar de una vez la Lusitania.
Según Dion Casio, Cepio “era una fuente de dolor para sus propios hombres, y éstos, a su vez, estuvieron a punto de darle muerte. Era severo y cruel con todos ellos, especialmente con la caballería”. En vista de esto, no podía ser precisamente mejor con el enemigo. Su estrategia fue la de provocar a las tribus para que éstas acabaran por rebelarse y dar así el pretexto a Roma para declarar nuevamente la guerra.
El plan resultaba demasiado obvio para Viriato. Por todos los medios procuraba evitar que los suyos cayeran en las continuas provocaciones, que a veces causaban víctimas inocentes. Pero un sector acabó por estallar, y la guerra se reanudó en el 140 a. C. 
Viriato, empeñado aún en mantener la paz con Roma, envío a tres de sus generales —Audax, Ditalco y Minuro— a parlamentar con Cepio. El romano los convenció de que el único modo de alcanzar la paz era matar a Viriato, a cambio de lo cual se los recompensaría generosamente.
Los tres traidores lo asesinaron mientras dormía. Clavaron las espadas en su garganta, por ser el único lugar que dejaba al descubierto la armadura que no se quitaba ni para dormir. Antes de que se descubriera el crimen, regresaron al campamento romano para recibir su recompensa, pero lo único que obtuvieron fue la famosa frase de Cepio:
 —Roma no paga a los traidores. 
Viriato fue llorado por todos los pueblos libres de Hispania, e incluso el senado romano reconoció su valentía.
Durante varios días hubo celebraciones alrededor de su pira funeraria, y bailes en las noches de luna llena. Fue Táutalo quien le sucedió como líder.
Lejos del talento militar de Viriato, perdió la guerra y Lusitania pasó a manos de Roma.

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