Fué en la prehistoria cuando alguien, por casualidad, descubrió el fuego. Desde entonces lo utilizamos para infinidad de labores en nuestra vida diaria. Cocinar, calentarnos, fumar un cigarro aunque cada vez nos miren peor, rituales de purificación, generar luz, librarnos de malas hierbas… Nada de esto sería posible sin el fuego. Pero el método de frotar dos palos o el uso del silex es bastante incómodo.
La cerilla puso fin a estos problemas.
En 1669, el alquimista de Hamburgo Hennig Brandt trataba de encontrar una sustancia a partir de la orina que transformase los metales no nobles en plata. Lo que descubrió fue una sustancia blanca y cerulea muy inflamable que brillaba en la oscuridad. Fósforo. Varios años más tarde, en 1680, diseñó un papel muy áspero revestido de fósforo que al frotarlo con una pequeña astilla de madera con la punta impregnada en azufre producía una llama. La primera cerilla. El problema fué que desapareció tan repentínamente como apareció, pues el único método que se conocía para la obtención de fósforo era procesando la orina, demasiado largo y costóso, por lo que la cerilla no pasó de ser una curiosidad de lujo. La gente siguió utilizando la vieja piedra de silex (pedernal).
Otro intento se llevó a cabo en 1817, cuando un químico francés creó una tira de papel tratada con un compuesto de fósforo que ardía al contacto con el aire. Tampoco pasó de mera curiosidad.
En 1826, John Waiker, farmacéutico, trabajaba en un nuevo explosivo cuando al remover el compuesto, una mezcla de sulfuro de antimonio, clorato de potasio, goma y almidón, en el que trabajaba con un palo, parte del compuesto se secó en la punta y trató de eliminarlo frotando el palo contra el suelo. Obtuvo fuego. John fabricó varias cerillas de unos 7 centímetros de longitud para enseñárselas a sus amigos. Nunca patentó su invento. Gran error, pues en una de sus demostraciones en Londres, Samuel Jones, quedó impresionado con las cerillas de John y presintiendo su potencial decidió hacer negocio con ellas y creó las Cerillas Lucifer.
El negocio, tal como había imaginado, era enorme. Las cerillas Lucifer se hicieron muy populares e incluso hicieron subir las ventas de tabaco, al ser más cómodo encenderse un cigarrillo. El problema es que era más perjudicial para la salud el fósforo que el tabaco, y además, apestaban.
Charles Sauria, químico francés, eliminó el problema del olor de las cerillas, pero no el de su “veneno”. Obreros de las fábricas de cerillas presentaban necrosis en algunos huesos de sus cuerpos. Sobre todo los de la mándibula. El fósforo raspado de una caja de cerillas era suficiente para matar a un hombre adulto.
La cerilla “no venenosa” no se creó hasta el 28 de Enero de 1911 cuando la Diamond Match Company sustituyó el fósforo por sesquisulfuro de fósforo, inofensivo, y cedió la patente a las empresas rivales para que desaparecieran al fin las cerillas venenosas.
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