miércoles, 13 de marzo de 2013

LA PLAGA DEL BAILE DE 1518

Un día de julio de 1518, en una calle de Estrasburgo, una mujer llamada Frau Troffea comenzó a bailar de manera fervorosa. Pero no era una danza normal, pues según cuentan los cronistas, Troffea bailaría durante más de cuatro días, apenas parando para comer. Para entonces, ya no lo hacía sola, sino que eran 34 personas más las que la acompañaban, y el número no paraba de aumentar. Pasado un mes, ya eran más de 400, entre hombres, mujeres y niños.
Todos los indicios parecían indicar que el baile de San Vito había llegado a la ciudad. Una enfermedad temida, que hacía que los que la sufrían bailaran y se retorcieran de forma compulsiva en medio de alucinaciones y visiones, gritando de forma furiosa y, en muchas ocasiones, echando espuma por la boca, proporcionando a los afectados una apariencia de locura o, peor aún, de poseídos.
A medida que la plaga empeoraba, las autoridades buscaron el consejo de los médicos de la ciudad. Sorprendentemente, entre todos creyeron que lo más adecuado para estos enfermos del baile era que siguieran bailando, según el parecer generalizado, los enfermos sólo se curarían si no paraban de bailar durante las 24 horas del día. Para ello, habilitaron varios salones y construyeron un escenario de madera. Todo para que pudieran bailar a su aire. Y por si esto fuera poco, las autoridades contrataron a músicos para que tocaran y a bailarines profesionales para que los acompañaran.
La música servía, además de cómo estimulo para evitar que dejaran de moverse, como cura para sus males. En aquellos tiempos, se creía que la música era capaz de sanar, no sólo los males del cuerpo, sino también los del alma.
Para finales de verano, la plaga de danzantes ya se había extendido hasta varias docenas de ciudades y pueblos de Alsacia, y los bailarines comenzaban a morir aquejados de infartos, derrames cerebrales o, simplemente, de agotamiento. Muchos de los que resistieron acabaron siendo llevados a pie o en carro hasta alguna capilla cercana dedicada a San Vito. Santo al que muchos rezaban como último recurso y que se convirtió en el patrón de los danzantes. Finalmente, a principios de septiembre, la epidemia comenzó a remitir.
Por extraña que parezca, esta plaga de baile no es la primera de la que se tiene constancia. En 1374, en una docena de ciudades de la cuenca del Rin, coincidiendo con unas gravísimas inundaciones que habían traído la desesperación y el hambre a la región, cientos de personas fueron poseídas por una compulsión irrefrenable que también las obligaba a bailar. Se retorcían, giraban y contorsionaban durante horas, incluso días, chillando en medio de visiones y alucinaciones. En cuestión de semanas, la epidemia se extendió a grandes áreas del noreste de Francia y Holanda. Tuvieron que pasar meses hasta que la epidemia remitió.
Durante el siglo XV, fueron sólo unos cuantos los estallidos de este tipo de plagas de los que se tiene constancia. El más importante, en 1491, en un convento de monjas de los Países Bajos. Varias monjas fueron “poseídas por el espíritu de familiares malvados” que hacían que corrieran como perros, saltaran de los árboles imitando a los pájaros o maullaran como si fueran gatos. Aunque estas “posesiones” no se limitaron a los conventos, fueron las monjas las más afectadas. Durante los dos siglos siguientes, episodios similares se repitieron en otros conventos de París o Roma.
En el caso de Estrasburgo, como ocurrió en 1374 en la cuenca del Rin, la plaga tampoco vino sola, sino que lo hizo precedida por una sucesión de hambrunas provocadas por una serie de inviernos y veranos extremos. En este caso, fueron las heladas y las granizadas las que habían echado a perder las cosechas. El precio del pan había llegado hasta precios máximos y el hambre causaba grandes mortandades. Los que sobrevivían tampoco lo tenían fácil y muchos acababan arruinados por las deudas. La ciudad estaba llena de campesinos que lo habían perdido todo y que no tenían otra opción que mendigar por sus calles. A las ya temidas y conocidas lepra y viruela se les unían nuevas enfermedades como la sífilis, que se cebaba con ellos.
Las monjas, sin embargo, parecían estar protegidas de muchas de las calamidades de la época. Aunque los propios conventos podían no resultar el ambiente más sano, psicológicamente hablando. Muchas no estaban allí por decisión propia, sino por decisión de sus padres. Sin embargo, una vez dentro, les era muy difícil salir. Aunque, a veces, las que mostraban una desesperación mayor no tenían porque ser las que no parecían tener ningún tipo de vocación, sino, precisamente, a las que les sobraba, atormentadas y obsesionadas por el temor de no entregarse lo suficiente.
Las plagas de baile, o las posesiones en los conventos, son episodios tan extraños que lo más fácil es pensar que no existieron. Sin embargo, se dispone de una gran variedad de fuentes documentales que dan cuenta de su existencia. En muchos casos, las plagas fueron descritas de forma independiente por médicos, cronistas, monjes y sacerdotes. En el caso de Estrasburgo, incluso, figuran en las actas municipales las acciones tomadas por las asustadas autoridades.
Pero, ¿qué era lo que producía estas maratones de baile?
Se ha especulado sobre la posibilidad que los bailarines formaran, en realidad, parte de algún tipo de culto herético. Aunque los testimonios de su época coincidían en describir a los danzantes como enfermos, no como herejes. Ni siquiera la Iglesia de la época, siempre dispuesta a combatir las herejías con contundencia, los veía como tales. Tampoco existe ninguna evidencia, según cuestiona el profesor John Waller de la Universidad de Michigan en su libro “A Time to Dance, a Time to Die”, de que los danzantes lo hicieran por voluntad propia.
Otros estudiosos han recurrido al cornezuelo (también conocido como ergot) para explicar las epidemias. Los partidarios de esta hipótesis sostienen que los enfermos podrían haber consumido pan contaminado con este hongo que contiene sustancias psicotrópicas. Durante la Edad Media, las intoxicaciones con él eran muy frecuentes. El ergotismo, en aquel tiempo conocido como el “fuego de San Antonio”, podía producir necrosis de los tejidos y gangrena en las extremidades. Muchos conseguían sobrevivir, pero quedaban mutilados de por vida, en algunos casos perdiendo todas sus extremidades.
Sin embargo, en la actualidad, se ha llegado a un cierto consenso entre psicología, historia y antropología, y la mayoría de los que han estudiado la cuestión defiende que las verdaderas causas de las plagas de baile, así como las oleadas de posesiones en los conventos de Europa, eran más psicológicas y culturales que fisiológicas. Según esta versión, las epidemias habrían sido el resultado de un trastorno psicogénico masivo, un tipo de histeria colectiva que acostumbra a aparecer después de largos periodos de angustia y tensión.
Uno de los motivos más importantes que les permite argumentar así es la falta de auto-control que mostraban los afectados. Según Waller, defensor también de esta versión, este comportamiento podría ser debido a que los danzantes habían caído en un estado de trance disociativo y presentaban un estado de consciencia alterado. De no ser así, es difícil de entender que alguien pudiera bailar durante días, hasta tener los pies magullados y sangrando, y no parar. Durante la epidemia de 1374, los testimonios coinciden en señalar que los bailarines no parecían totalmente conscientes, sino que mostraban una actitud frenética y salvaje, poseídos por sus visiones.
Waller reconoce que es factible que el cornezuelo pudiera haber inducido las alucinaciones y convulsiones, pero cree bastante difícil que fuera este hongo el causante de las interminables maratones de baile, puesto que uno de los síntomas del ergotismo es la reducción de la cantidad de sangre que llega hasta las extremidades, lo cual, aparte de producir fuertes dolores, dificulta moverse y, por supuesto, bailar.
Waller achaca la irrupción de la epidemia de baile al contexto cultural y social de la época general y, en particular, a la situación extrema por la que pasaba Estrasburgo. Se trataba de una sociedad demasiado susceptible a la influencia de santos y demonios, lo que la convertía en terreno abonado para la aparición de supersticiones, miedos y falsas creencias. Se creía, por ejemplo, que si alguien provocaba la ira de San Vito, el santo enviaría una epidemia del baile compulsivo que lleva su nombre (¿?). Según Waller, los ciudadanos de Estrasburgo, antes del estallido, estaban convencidos, de alguna manera, que la ira del santo se había desatado sobre la ciudad.
De esta manera, los más vulnerables comenzaron a temer la posibilidad de ser presa de esa maldición, y eso los convirtió en más propensos a caer en un estado de trance involuntario. Un estado que en grupos sometidos a una situación de angustia y temor, como era el caso, puede resultar extremadamente contagioso. Además, en este caso, la decisión de las autoridades de reunir a todos los afectados y hacerlos bailar en las partes más bulliciosas de la ciudad, no hizo sino que facilitar este contagio, ayudando a que la epidemia se extendiera sin control.
Todo lo contrario de lo que recomiendan los expertos en la actualidad. Cuando una persona entraba en trance, aunque era de forma involuntaria, actuaba como se esperaba de los afectados por la maldición, bailando de manera descontrolada durante días. Y, a cada nueva persona “poseída”, los que quedaban, más convencidos estaban que la maldición era una realidad.
En definitiva, según Waller, todo fue una consecuencia de la desesperación, la devoción y, sobre todo, de la sugestión. Así, la plaga comenzó a perder fuerza al mismo tiempo que las creencias sobrenaturales que la habían producido comenzaron a perderla. Durante la década siguiente, la ciudad de Estrasburgo se convirtió al protestantismo y dejó de ser susceptible, según Waller, a este tipo de epidemias al abandonar la adoración de santos.

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